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ESPAÑA, 1881-1958
Juan Ramón Jiménez
pintado por Soroya
RESEÑA BIOGRÁFICA
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Juan Ramón Jiménez Mantecón (Moguer, Huelva, 23 de diciembre de 1881 – San Juan,
Puerto Rico, 29 de mayo de 1958) fue un poeta español, ganador del Premio Nobel
de Literatura en 1956, mientras permanecía en el exilio desde su segunda patria,
Puerto Rico (donde también vivieron exiliadas otras renombradas figuras
peninsulares, tales como Pau Casals y Francisco Ayala).
Nació el 23 de diciembre de 1881 en la casa número dos de la calle de la Ribera
de Moguer. Hijo de Víctor Jiménez y Purificación Mantecón, quienes se dedicaban
con éxito al comercio de vinos. En 1887 sus padres se trasladan a una antigua
casa de la calle Nueva y aprende primaria y elemental en el colegio de Primera y
Segunda Enseñanza de San José.
En 1891 aprueba con calificaciones de sobresaliente el examen de Primera
Enseñanza en el Instituto de Huelva. En 1893 estudia Bachillerato en el colegio
de San Luis Gonzaga del Puerto de Santa María, y obtiene el titulo de Bachiller
en Artes. Se traslada a Sevilla, en 1896, para ser pintor, creyendo que esa es
su vocación. Allí frecuenta la biblioteca del Ateneo sevillano. Escribe sus
primeros trabajos en prosa y verso. Empieza a colaborar en periódicos y revistas
de Sevilla y Huelva.
Comenzó la carrera de Derecho impuesta por su padre en la Universidad de
Sevilla, aunque no finalizó sus estudios. En 1899 abandona la carrera de
Derecho.
En 1900 se trasladó a Madrid y publicó sus dos primeros libros de textos,
"Ninfeas" y "Almas de violeta". La muerte de su padre en este mismo año y la
ruina familiar le causaron una honda preocupación, vivida intensamente a causa
de su carácter hiperestésico, y en 1901 será ingresado con depresión en un
sanatorio en Burdeos, regresando a Madrid, posteriormente, al Sanatorio del
Rosario.
En 1902 publica "Arias tristes" e interviene en la fundación de la revista
literaria Helios. También abandona el Sanatorio del Rosario y se traslada al
domicilio particular del Doctor Simarro. Ya en 1904 publica "Jardines lejanos".
En 1905 regresa a su pueblo natal, por la muerte de su padre y los problemas
económicos por los que atravesaba su familia, residiendo en la casa de la calle
Aceña. Este periodo coincide con la etapa de mayor producción literaria. Entre
los que figuran, en la Segunda Antología Poética (terminada de imprimir en
1922), los libros en verso: “Pastorales” (1903-1905); “Olvidanzas” (1906-1907);
“Baladas de primavera” (1907); “Elejías”(1907•1908); “La soledad sonora” (1908);
“Poemas májicos y dolientes” (1909); “Arte menor” (1909);” Poemas agrestes”
(1910-1911); “Laberinto” (1910-1911); “Melancolía” (1910-1911); “Poemas
impersonales” (1911); “Libros de amor” (1911-1912); “Domingos (Apartamiento: 1)”
(1911-1912); “El corazón en la mano (Apartamiento: 2)” (1911-1912); “Bonanza (Apartamiento:
y 3) (1911-1912); “La frente pensativa” (1911-1912); “Pureza” (1912); “El
silencio de oro” (1911 -1913); “Idilios” (1912-l913), todos escritos durante su
estancia en la casa. En verso y prosa son los libros “Esto” (1908•1911) y el
sugerente título “Historias” (1909- 1912).
Seis años más tarde se traslada a Madrid, donde conoce a Zenobia Camprubí Aymar
en 1913, de quién se enamora profundamente. Hizo varios viajes a Francia y luego
a Estados Unidos, donde en 1916 se casó con Zenobia. Este hecho y el
redescubrimiento del mar será decisivo en su obra, escribiendo "Diario de un
poeta recién casado". Esta obra marca la frontera entre su etapa sensitiva y la
intelectual. Desde este momento crea una poesía pura con una lírica muy
intelectual. En 1918 encabeza movimientos de renovación poética, logrando una
gran influencia en la Generación del 27. Del año 1921 al 1927 publíca en
revistas parte de su obra en prosa, y de 1925 a 1935 publíca sus "Cuadernos",
donde publíca la mayoría de sus escritos. A partir de 1931, la esposa del poeta
sufrirá los primeros síntomas de un cáncer que acabará con su vida.
En 1936 se vio obligado a abandonar España al estallar la Guerra Civil Española,
trasladandose a Washington. Este momento marca en su obra, el paso de la etapa
intelectual a la etapa suficiente o verdadera. En 1946 el poeta permanece
hospitalizado ocho meses a causa de otra crisis depresiva. En 1950 se vuelve a
trasladar a Puerto Rico, dando clases en la Universidad de Puerto Rico.
En 1956 la Academia Sueca le otorga el Premio Nobel de Literatura en Puerto
Rico, donde ha vivido gran parte de su vida en el exilio y donde trabaja como
profesor en la Universidad. Tres días después, muere su esposa en San Juan. Él
jamás se recuperará de esta pérdida y permanece en Puerto Rico mientras que, Don
Jaime Benítez, rector del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto
Rico, acepta el premio en su nombre. Juan Ramón Jiménez fallece dos años más
tarde, en la misma clínica en la que había fallecido su esposa. Sus restos
fueron trasladados a España.
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Fuente:
http://es.wikipedia.org/wiki/Juan_Ramón_Jiménez |
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PLATERO Y YO
A la memoria de AGUEDILLA,
la pobre loca de la calle del Sol
que me mandaba moras y claveles.
* * * * *
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PROLOGUILLO
Suele creerse que yo escribí Platero y yo para los niños, que es un libro para
niños.
No. En 1913, "La Lectura", que sabía que yo estaba con ese libro, me pidió que
adelantase un conjunto de sus páginas más idílicas para su "Biblioteca Juventud"
Entonces, alterando la idea momentáneamente, escribí este prólogo:
Advertencia a los Hombres que lean este libro para niños
Este breve libro, en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de
Platero, está escrito para... ¡Qué sé yo para quién!..., para quien escribimos
los poetas líricos... Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una
coma. ¡Qué bien!
"Dondequiera que haya niños- dice Novalis-, existe una edad de oro". Pues por
esa edad de oro que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón
del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener
que abandonarla nunca.
¡Isla de gracia, de frescura y de dicha, edad de oro de los niños; siempre te
halle yo en mi vida, mar de duelo; y que tu brisa me dé su lira, alta y, a
veces, sin sentido, igual que el trino de la alondra en el sol blanco del
amanecer!
El Poeta
Madrid, 1914
I- PLATERO
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de
algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros
cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico,
rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas.... Lo llamo
dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se
ríe, en no sé qué cascabeleo ideal....
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles,
todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel....
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña ... pero fuerte y seco como
de piedra. Cuando paso sobre él los domingos, por las últimas callejas del
pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan
mirándolo:
--Tiene acero ...
--Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
II - MARIPOSAS BLANCAS
La noche cae, brumosa ya y morada. Vagas claridades malvas y verdes perduran
tras la torre de la iglesia. El camino sube, lleno de sombras, de cansancio y de
anhelo. De pronto, un hombre oscuro, con una gorra y un pincho, roja un instante
la cara fea por la luz del cigarro, baja a nosotros de una casucha miserable,
perdida entre sacas de carbón. Platero se amedrenta.
- ¿ Ba argo ?
- Vea usted... Mariposas blancas...
El hombre quiere clavar su pincho de hierro en el seroncillo, y no lo evito.
Abro la alforja y él no ve nada. Y el alimento ideal pasa, libre y cándido, sin
pagar su tributo a los Consumos...
III - JUEGOS DEL ANOCHECER
Cuando, en el crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, por la oscuridad
morada de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a
asustarse, fingiéndose mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que
no ve, otro se hace el cojo...
Después, en ese brusco cambiar de la infancia, como llevan unos zapatos y un
vestido, y como sus madres, ellas sabrán cómo, les han dado algo de comer, se
creen unos príncipes.
- Mi padre tié un reló e plata.
- Y er mío, un cabayo.
- Y er mío, una ejcopeta.
Reloj que levantará a la madrugada, escopeta que no matará el hombre, caballo
que llevará a la miseria...
El corro, luego. Entre tanta negrura una niña forastera, que habla de otro modo,
la sobrina del Pájaro Verde, con voz débil, hilo de cristal acuoso en la sombra,
canta entonadamente, cual una princesa:
Yo soy laaa viudiiitaa
del Condeee de Oree...
... ¡ Sí, sí ! ¡ Cantad, soñad, niños pobres ! Pronto, al amanecer vuestra
adolescencia, la primavera os asustará, como un mendigo, enmascarada de
invierno.
- Vamos Platero...
IV - EL ECLIPSE
Nos metimos las manos en los bolsillos, sin querer, y la frente sintió el fino
aleteo de la sombra fresca, igual que cuando se entra en un pinar espeso. Las
gallinas se fueron recogiendo en su escalera amparada, una a una. Alrededor, el
campo enlutó su verde, cual si el velo morado del altar mayor lo cobijase. Se
vio, blanco, el mar lejano, y algunas estrellas lucieron, pálidas. ¡Cómo iban
trocando blancura las azoteas ! Los que estábamos en ellas nos gritábamos cosas
de ingenio mejor o peor, pequeños y oscuros en aquel silencio reducido del
eclipse.
Mirábamos el sol con todo: con los gemelos de teatro, con el anteojo de larga
vista, con una botella, con un cristal ahumado; y desde todas partes: desde el
mirador, desde la escalera del corral, desde la ventana del granero, desde la
cancela del patio, por sus cristales granas y azules...
Al ocultarse el sol que, un momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces
más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición
larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera cambiado onzas
primero y luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya
sin cambio. ¡ Qué tristes y qué pequeñas las calles, las plazas, las torre, los
caminos de los montes !
Platero parecía, allá en el corral, un burro menos verdadero, diferente y
recortado; otro burro...
V - ESCALOFRÍO
La luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los prados soñolientos se
ven, vagamente, no sé qué cabras negras, entre las zarzamora... Alguien se
esconde, tácito, a nuestro pasar... Sobre el vallado, un almendro inmenso, níveo
de flor y de luna, revuelta la copa con una nube blanca, cobija el camino
asaeteado de estrellas de marzo... Un olor penetrante a naranjas... humedad y
silencio... La cañada de las Brujas...
- ¡ Platero, qué... frío !
Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa la
luna y la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras rosas de cristal se
enredara, queriendo retenerlo, a su trote...
Y trota Platero, cuesta arriba, encogida la grupa cual si alguien le fuese a
alcanzar, sintiendo ya la tibieza suave, que parece que nunca llega, del pueblo
que se acerca...
VI - LA MIGA
Si tú vinieras, Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c,
y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las Figuras de cera - el
amigo de la Sirenita del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el
cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento - ; más
que el médico y el cura de Palos, Platero.
Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡ eres tan grandote y tan poco fino
! ¿ En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué
cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el
Credo ?
No. Doña Domitila - de hábito de Padre Jesús de Nazareno, morado todo con el
cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero - , te tendría, a lo mejor, dos
horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su
larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda,
o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las
orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover...
No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y
no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que
ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y
almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.
VII - EL LOCO
Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un
extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los
chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y
amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando
largamente.
- ¡ El loco ! ¡ El loco ! ¡ El loco !
... Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un
incendiado añil, mis ojos - ¡ tan lejos de mis oídos !- se abren noblemente,
recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina
que vive en el sin fin del horizonte...
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados
finalmente, entrecortados, jadeantes, aburridos...
- ¡ El lo... co ! ¡ El Lo... co !
VIII - JUDAS
¡ No te asustes, hombre ! ¿ Qué te pasa ? Vamos, quietecito... Es que están
matando a Judas, tonto.
Sí, están matando a Judas. Tenían puesto uno en el Monturrio, otro en la calle
de Enmedio, otro, ahí, en el Pozo del Concejo. Yo los vi anoche, fijos como por
una fuerza sobrenatural en el aire, invisible en la oscuridad la cuerda que, de
doblado a balcón, los sostenía. ¡ Qué grotescas mescolanzas de viejos sombreros
de copa y mangas de mujer, de caretas de ministros y miriñaques, bajo las
estrellas serenas ! Los perros les ladraban sin irse del todo, y los caballos,
recelosos, no querían pasar bajo ellos...
Ahora las campanas dicen, Platero, que el velo del altar mayor se ha roto. No
creo que haya quedado escopeta en el pueblo sin disparar a Judas. Hasta aquí
llega el olor de la pólvora.
¡ Otro tiro ! ¡ Otro !
... Sólo que Judas, hoy, Platero, es el diputado, o la maestra, o el forense, o
el recaudador, o el alcalde, o la comadrona; y cada hombre descarga su escopeta
cobarde, hecho niño esta mañana del Sábado Santo, contra el que tiene su odio,
en una superposición de vagos y absurdos simulacros primaverales.
IX - LAS BREVAS
Fue el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y, con las seis, nos
fuimos a comerlas a la Rica.
Aún, bajo las grandes higueras centenarios, cuyos troncos grises enlazaban en la
sombra fría, como bajo una falda, sus muslos opulentos, dormitaba la noche; y
las anchas hojas - que se pusieron Adán y Eva- atesoraban un fino tejido de
perlillas de rocío que empalidecía su blanda verdura. Desde allí dentro se veía,
entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más viva cada vez, los
velos incoloros del oriente.
... Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada higuera. Rociillo cogió
conmigo la primera hoja de una, en un sofoco de risas y palpitaciones. - Toca
aquí. Y me ponía mi mano, con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho
joven subía y bajaba como una menuda ola prisionera - . Adela apenas sabía
correr, gordinflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le arranqué a Platero
unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre el asiento de una cepa vieja,
para que no se aburriera.
El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con risas en la boca y
lágrimas en los ojos. Me estrelló una breva en la frente. Seguimos Rociillo y yo
y, más que nunca por la boca, comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las
mangas, por la nuca, en un griteró agudo y sin tregua, que caía, con las brevas
desapuntadas, en las viñas frescas del amanecer. Una breva le dio a Platero, y
ya fue él blanco de la locura. Como el infeliz no podía defenderse ni contestar,
yo tomé su partido; y un diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en todas
direcciones, como una metralla rápida.
Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el femenino rendimiento.
X - ¡ÁNGELUS!
Mira, Platero, qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas, blancas,
sin color... Diríase que el cielo se deshace en rosas. Mira cómo se me llenan de
rosas la frente, los hombros, las manos...¿ Qué haré yo con tantas rosas ? ¿
Sabes tú, quizás, de dónde es esta blanda flora, que yo no sé de dónde es, que
enternece, cada día, el paisaje y lo deja dulcemente rosado, blanco y celeste -
más rosas, más rosas- , como un cuadro de Fra Angélico, el que pintaba la gloria
de rodillas ?
De las siete galerías del Paraíso se creyera que tiran rosas a la tierra. Cual
en una nevada tibia y vagamente colorida, se quedan las rosas en la torre, en el
tejado, en los árboles. Mira: todo lo fuerte se hace, con su adorno, delicado.
Más rosas, más rosas, más rosas...
Parece, Platero, mientras suena el ángelus, que esta vida nuestra pierde su
fuerza cotidiana, y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más
pura, hace que todo, como en surtidores de gracia, suba a las estrellas, que se
encienden ya entre las rosas... Más rosas... Tus ojos, que tú no ves, Platero, y
que alzas mansamente al cielo, son dos bellas rosas.
XI - EL MORIDERO
Tú, si te mueres antes que yo, no irás Platero mío, en el carrillo del
pregonero, a la marisma inmensa, ni al barranco del camino de los montes, como
los otros pobres burros, como los caballos y los perros que no tienen quien que
quiera. No serás, descarnadas y sangrientas tus costillas por los cuervos - tal
la espina de un barco sobre el ocaso grana- , el espectáculo feo de los
viajantes de comercio que van a la estación de San Juan, en el coche de las
seis; ni, hinchado y rígido entre las almejas podridas de la gavia, el susto de
los niños que, temerarios y curiosos, se asoman al borde de la cuesta,
cogiéndose a las ramas, cuando salen, las tardes de domingo, al otoño, a comer
piñones tostados por los pinares.
Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del
huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y
serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado.
Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando
lavan en el naranjal y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz
eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices y los verdones te pondrán,
el la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño
tranquilo y el infinito cielo de azul constante de Moguer.
XII - LA PÚA
Entrando, en la dehesa de los Caballos, Platero ha comenzado a cojear. Me he
echado al suelo...
- Pero, hombre, ¿ qué te pasa ?
Platero ha dejado la mano derecha un poco levantada, mostrando la ranilla, sin
fuerza y sin peso, sin tocar casi con el casco la arena ardiente del camino.
Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón, su médico, le he
doblado la mano y le he mirado la ranilla roja.
Una púa larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo
puñalillo de esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la púa; y
me lo he llevado al pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua
corriente la lama, con su larga lengua pura, la heridilla.
Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él detrás, cojeando
todavía y dándome suaves topadas en la espalda.
XIII - GOLONDRINAS
Ahí la tienes ya, Platero, negrita y vivaracha, en su nido gris del cuadro de la
Virgen de Montemayor, nido respetado siempre.
Está la infeliz como asustada. Me parece que esta vez se han equivocado las
pobres golondrinas, como se equivocaron, la semana pasada, las gallinas,
recogiéndose en su cobijo cuando el sol de las dos se eclipsó. La primavera tuvo
la coquetería de levantarse este año más temprano, pero ha tenido que guardar de
nuevo, tiritando, su tierna desnudez en el lecho nublado de marzo.
¡ Da pena ver marchitarse, en capullo, las rosa vírgenes del naranja !
Están ya aquí, Platero, las golondrinas y apenas se las oye, como otros años,
cuando el primer día de llegar lo saludan y lo curiosean todo, charlando sin
tregua en su rizado gorjeo. Le contaban a las flores lo que habían visto en
África, sus dos viajes por el mar, echadas en el agua, con el ala por vela, o en
las jarcias de los barcos; de otros ocasos, de otras auroras, de otras noches
con estrellas ...
No saben qué hacer. Vuelan mudas, desorientadas, como andan las hormigas cuando
un niño les pisotea el camino. No se atreven a subir y bajar por la calle Nueva
en insistente línea recta con aquel adornito al fin, ni a entrar en sus nidos de
los pozos, ni a ponerse en los alambres del telégrafo, que el norte hace zumbar,
en su cuadro clásico de carteras, junto a los aisladores blancos... ¡
Se van a morir de frío, Platero !
XIV - LA CUADRA
Cuando, al mediodía, voy a ver a Platero, un transparente rayo del sol de las
doce enciende un gran lunar de oro en la plata blanda de su lomo. Bajo su
barriga, por el oscuro suelo, vagamente verde, que todo lo contagia de
esmeralda, el techo viejo llueve claras monedas de fuego.
Diana, que está echada entre las patas de Platero, viene a mí, bailarina, y me
pone sus manos en el pecho, anhelando lamerme la boca con su lengua rosa. Subida
en lo más alto del pesebre, la cabra me mira curiosa, doblando la fina cabeza de
un lado y de otro, con una femenina distinción. Entre tanto, Platero, que, antes
de entrar yo, me había ya saludado con un levantado rebuzno, quiere romper su
cuerda, duro y alegre al mismo tiempo.
Por el tragaluz, que trae el irisado tesoro del cenit, me voy un momento, rayo
de sol arriba, al cielo, desde aquel idilio. Luego, subiéndome a una piedra,
miro al campo.
El paisaje verde nada en la lumbrarada florida y soñolienta, y en el azul limpio
que encuadra el muro astroso, suena, dejada y dulce, una campana.
XV - EL POTRO CASTRADO
Era negro, con tornasoles granas, verdes y azules, todo de plata, como los
escarabajos y los cuervos. En sus ojos nuevos rojeaba a veces un fuego vivo,
como en el puchero de Ramona, la castañera de la plaza del Marqués. ¡ Repiqueteo
de su trote corto, cuando de la Friseta de arena, entraba, campeador, por los
adoquines de la calle Nueva ! ¡ Qué ágil, qué nervioso, qué agudo fue, con su
cabeza pequeña y sus remos finos !
Pasó, noblemente, la puerta baja del bodegón, más negro que él mismo sobre el
colorado sol del Castillo, que era fondo deslumbrante de la nave, suelto el
andar, juguetón con todo.
Después, saltando el tronco de pino, umbral de la puerta, invadió de alegría el
corral verde y de estrépito de gallinas, palomos y gorriones. Allí lo esperaban
cuatro hombres, cruzados los velludos brazos sobre las camisetas de colores. Lo
llevaron bajo la pimienta. Tras una lucha áspera y breve, cariñosa un punto,
ciega luego, lo tiraron sobre el estiércol y, sentados todos sobre él, Darbón
cumplió su oficio, poniendo un fin a su luctuosa y mágica hermosura.
Thy unus'd beauty must be tomb'd with thee,
Which used, lives th'executor to be,- dice Shakespeare a su amigo.
... Quedó el potro, hecho caballo, blando, sudoroso, extenuado y triste. Un solo
hombre lo levantó, y tapándolo con una manta, se lo llevó, lentamente, calle
abajo.
¡ Pobre nube vana, rayo ayer, templado y sólido ! Iba como un libro
descuadernado. Parecía que ya no estaba sobre la tierra, que entre sus
herraduras y las piedras, un elemento nuevo lo aislaba, dejándolo sin razón,
igual que un árbol desarraigado, cual un recuerdo, en la mañana violenta, entera
y redonda de Primavera.
XVI - LA CASA DE ENFRENTE
¡ Qué encanto siempre, Platero, en mi niñez, el de la casa de enfrente a la mía
! Primero, en la calle de la Ribera, la casilla de Arreburra, el aguador, con su
corral al sur, dorado siempre de sol, desde donde yo miraba Huelva,
encaramándome en la tapia.
Alguna vez me dejaban ir, un momento, y la hija de Arreburra, que entonces me
parecía una mujer y que ahora, ya casada, me parece como entonces, me daba
azamboas y besos... Después, en la calle Nueva - luego Cánovas, luego Fray Juan
Pérez- , la casa de don José, el dulcero de Sevilla, que me deslumbraba con sus
botas de cabritilla de oro, que ponía en la pita de su patio cascarones de
huevos, que pintaba de amarillo canario con fajas de azul marino las puertas de
su zaguán, que venía, a veces, a mi casa, y mi padre le daba dinero, y él le
hablaba siempre del olivar... ¡ Cuántas sueños le ha mecido a mi infancia, esa
pobre pimienta que, desde mi balcón, veía yo, llena de gorriones, sobre el
tejado de don José ! - Eran dos pimientas, que no uní nunca: una, la que veía,
copa con viento o sol, desde mi balcón; otra, la que veía en el corral de don
José, desde su tronco...
Las tardes claras, las siestas de lluvia, a cada cambio leve de cada día o de
cada hora, ¡ qué interés, qué atractivo tan extraordinario, desde mi cancela,
desde mi ventana, desde mi balcón, en el silencio de la calle, el de la casa de
enfrente.
XVII - EL NIÑO TONTO
Siempre que volvíamos por la calle de San José, estaba el niño tonto a la puerta
de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros. Era uno de
esos pobres niños a quienes no llega nunca el don de la palabra ni el regalo de
la gracia; niño alegre él y triste de ver; todo para su madre, nada para los
demás.
Un día, cuando pasó por la calle blanca aquel mal viento negro, no vi ya al niño
en su puerta. Cantaba un pájaro en el solitario umbral, y yo me acordé de
Curros, padre más que poeta, que, cuando se quedó sin su niño, le preguntaba por
él a la mariposa gallega:
Volvoreta d'aliñas douradas...
Ahora que viene la primavera, pienso en el niño tonto, que desde la calle de San
José se fue al cielo. Estará sentado en su sillita, al lado de las rosas únicas,
viendo con su ojos, abiertos otra vez, el dorado pasar de los gloriosos.
XVIII - LA FANTASMA
La mayor diversión de Anilla la Manteca, cuya fogosa y fresca juventud fue
manadero sin fin de alegrones, era vestirse de fantasma. Se envolvía toda en una
sábana, añadía harina al azucenón de su rostro, se ponía dientes de ajo en los
dientes, y cuando, ya después de cenar, soñábamos, medio dormidos, en la salita,
aparecía ella de improviso por la escalera de mármol, con un farol encendido,
andando lenta, imponente y muda. Era, vestida ella de aquel modo, como si su
desnudez se hubiese hecho túnica. Sí. Daba espanto la visión sepulcral que traía
de los altos oscuros, pero, al mismo tiempo, fascinaba su blancura sola, con no
sé qué plenitud sensual...
Nunca olvidaré, Platero, aquella noche de setiembre. La tormenta palpitaba sobre
el pueblo hacía una hora, como un corazón malo, descargando agua y pierda entre
la desesperadora insistencia del relámpago y del trueno. Rebosaba ya el aljibe e
inundaba el patio. Los últimos acompañamientos - el coche de las nueve, las
ánimas, el cartero- habían ya pasado... Fui, tembloroso, a beber al comedor, y
en la verde blancura de un relámpago, vi el eucalipto de las Velarde - el árbol
del cuco, como le decíamos, que cayó aquella noche- , doblado todo sobre el
tejado de alpende...
De pronto, un espantoso ruido seco, como la sombra de un grito de luz que nos
dejó ciegos, conmovió la casa. Cuando volvimos a la realidad, todos estábamos en
sitio diferente del que teníamos un momento antes y como solos todos, sin afán
ni sentimiento de los demás. Uno se quejaba de la cabeza, otro de los ojos, otro
del corazón... Poco a poco fuimos tornando a nuestros sitios.
Se alejaba la tormenta... La luna, entre unas nubes enormes que se rajaban de
abajo a arriba, encendía de blanco en el patio el agua que todo lo colmaba.
Fuimos mirándolo todo. Lord iba y venía a la escalera del corral, ladrando loco.
Lo seguimos...
Platero; abajo ya, junto a la flor de noche que, mojada, exhalaba un nauseabundo
olor, la pobre Anilla, vestida de fantasma, estaba muerta, aún encendido el
farol en su mano negra por el rayo.
XIX - PAISAJE GRANA
La cumbre. Ahí está el ocaso, todo empurpurado, herido por sus propios
cristales, que le hacen sangre por doquiera. A su esplendor, el pinar verde se
agria, vagamente enrojecido; y las hierbas y las florecillas, encendidas y
transparentes, embalsaman el instante sereno de una esencia mojada, penetrante y
luminosa.
Yo me quedo extasiado en el crepúsculo. Platero, granas de ocaso sus ojos
negros, se va, manso, a un charquero de aguas de carmín, de rosa, de violeta;
hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen líquidos al
tocarlos él; y hay por su enorme garganta como un pasar profuso de umbrías aguas
de sangre.
El paraje es conocido, pero el momento lo trastorna y lo hace extraño, ruinoso y
monumental. Se dijera, a cada instante, que vamos a descubrir un palacio
abandonado... La tarde se prolonga más allá de sí misma, y la hora, contagiada
de eternidad, es infinita, pacífica, insondable...
- Anda, Platero...
XX - EL LORO
Estábamos jugando con Platero y con el loro, en el huerto de mi amigo, el médico
francés, cuando una mujer joven, desordenada y ansiosa, llegó, cuesta abajo,
hasta nosotros. Antes de llegar, avanzando el negro ver angustiado a mí, me
había suplicado:
- Zeñorito: ¿ ejtá ahí eze médico ?
Tras ella venían ya unos chiquillos astrosos, que, a cada instante, jadeando,
miraban camino arriba; al fin, varios hombres que traían a otro, lívido y
decaído. Era un cazador furtivo de esos que cazan venados en el coto de Doñana.
La escopeta, una absurda escopeta vieja amarrada con tomiza, se le había
reventado, y el cazador traía el tiro en un brazo. Mi amigo se llegó, cariñoso,
al herido, le levantó unos míseros trapos que le habían puesto, le lavó la
sangre y le fue tocando huesos y músculos. De vez cuando me decía:
- Ce n'est rien...
Caía la tarde. De Huelva llegaba un olor a marisma, a brea, a pescado... Los
naranjos redondeaban, sobre el poniente rosa, sus apretados terciopelos de
esmeralda. En una lila, lila y verde, el loro, verde y rojo, iba y venía,
curioseándonos con sus ojitos redondos.
Al pobre cazador se le llenaban de sol las lágrimas saltadas; a veces, dejaba
oír un ahogado grito. Y el loro:
- Ce n'est rien...
Mi amigo ponía al herido algodones y vendas...
El pobre hombre:
- ¡ Aaaay !
Y el loro, entre las lilas:
- Ce n'est rien.. Ce n'est rien...
XXI - LA AZOTEA
Tú, Platero, no has subido nunca a la azotea. No puedes saber qué honda
respiración ensancha el pecho, cuando al salir a ella de la escalerilla oscura
de madera, se siente uno quemado en el sol pleno del día, anegado de azul como
al lado mismo del cielo, ciego del blancor de la cal, con la que, como sabes, se
da al suelo de ladrillo para que venga limpia al aljibe el agua de las nubes.
¡ Qué encanto el de la azotea ! Las campanas de la torre están sonando en
nuestro pecho, al nivel de nuestro corazón, que late fuerte; se ven brillar,
lejos, en las viñas, los azadones, con una chispa de plata y sol; se domina
todo; las otras azoteas, los corrales, donde la gente, olvidada, se afana, cada
uno en lo suyo - el sillero, el pintor, el tonelero- ; las manchas de arbolado
de los corralones, con el toro o la cabra; el cementerio, a donde a veces,
llega, pequeñito, apretado y negro, un inadvertido entierro de tercera; ventanas
con una muchacha en camisa que se peina, descuidada, cantando; el río, con un
barco que no acaba de entrar; graneros, donde un músico solitario ensaya el
cornetín, o donde el amor violento hace, redondo, ciego y cerrado, de las
suyas...
La casa desaparece como un sótano. ¡ Qué extraña, por la montera de cristales,
la vida ordinaria de abajo: las palabras, los ruidos, el jardín mismo, tan bello
desde él; tú, Platero, bebiendo en el pilón, sin verme, o jugando, como un
tonto, con el gorrión o la tortuga !
XXII - RETORNO
Veníamos los dos, cargados, de los montes: Platero, de almoraduj; yo, de lirios
amarillos.
Caía la tarde de abril. Todo lo que en el poniente había sido cristal de oro,
era luego cristal de plata, una alegoría, lisa y luminosa, de azucenas de
cristal. Después, el vasto cielo fue cual un zafiro transparente, trocado en
esmeralda. Yo volvía triste...
Ya en la cuesta, la torre del pueblo, coronada de refulgentes azulejos, cobraba,
en el levantamiento de la hora pura, un aspecto monumental !. Parecía, de cerca,
como una Giralda vista de lejos, y mi nostalgia de ciudades, aguda con la
primavera, encontraba en ella un consuelo melancólico.
Retorno... ¿ adónde ?, ¿ de qué ?, ¿ para qué ?... Pero los lirios que venían
conmigo olían más en la frescura tibia de la noche que se entraba; olían con un
olor más penetrante y, al mismo tiempo, más vago, que salía de la flor sin verse
la flor, flor de olor sólo, que embriagaba el cuerpo y el alma desde la sombra
solitaria.
- ¡ Alma mía, lirio en la sombra ! - dije. Y pensé, de pronto, en Platero, que,
aunque iba debajo de mí, se me había, como si fuera mi cuerpo, olvidado.
XXIII - LA VERJA CERRADA
Siempre que íbamos a la bodega del Diezmo, yo daba la vuelta por la pared de la
calle de San Antonio y me venía a la verja cerrada que da al campo. Ponía mi
cara contra los hierros y miraba a derecha e izquierda, sacando los ojos
ansiosamente, cuanto mi vista podía alcanzar. De su mismo umbral gastado y
perdido entre ortigas y malvas, una vereda sale y se borra, bajando, en las
Angustias. Y, vallado suyo abajo, va un camino ancho y hondo por el que nunca
pasé...
¡Qué mágico embeleso ver, tras el cuadro de hierros de la verja, el paisaje y el
cielo mismos que fuera de ella se veían ! Era como si una techumbre y una pared
de ilusión quitaran de lo demás el espectáculo, para dejarlo solo a través de la
verja cerrada... Y se veía la carretera, con su puente y sus álamos de humo, y
el horno de ladrillos, y las lomas de Palos, y los vapores de Huelva, y, al
anochecer, las luces del muelle de Riotinto, y el eucalipto grande y solo de los
Arroyos sobre el morado ocaso último...
Los bodegueros me decían, riendo, que la verja no tenía llave... En mis sueños,
con las equivocaciones del pensamiento sin cauce, la verja daba a los más
prodigiosos jardines, a los campos más maravillosos... Y así como una vez
intenté, fiado en mi pesadilla, bajar volando la escalera de mármol, fui, mil
veces, con la mañana, a la verja, seguro de hallar tras ella lo que mi fantasía
mezclaba, no sé si queriendo o sin querer, a la realidad...
XXIV - DON JOSÉ, EL CURA
Ya, Platero, va ungido y hablando con miel. Pero la que, en realidad, es siempre
angélica, es su burra, la señora.
Creo que lo viste un día en su huerta, calzones de marinero, sombrero ancho,
tirando palabrotas y guijarros a los chiquillos que le robaban las naranjas. Mil
veces has mirado, los viernes, al pobre Baltasar, su casero, arrastrando por los
caminos la quebradura, que parece el globo del circo, hasta el pueblo, para
vender sus míseras escobas o para rezar con los pobres por los muertos de los
ricos...
Nunca oí hablar más mal a un hombre ni remover con sus juramentos más alto el
cielo. Es verdad que él sabe, sin duda, o al menos así lo dice en su misa de las
cinco, dónde y cómo está allí cada cosa... El árbol, el terrón, el agua, el
viento, la candela, todo esto tan gracioso, tan blando, tan fresco, tan puro,
tan vivo, parece que son para él ejemplo de desorden, de dureza, de frialdad, de
violencia, de ruina. Cada día, las piedras todas del huerto reposan la noche en
otro sitio, disparadas, en furiosa hostilidad, contra pájaros y lavanderas,
niños y flores.
A la oración, se trueca todo. El silencio de don José se oye en el silencio del
campo. Se pone sotana, manteo y sombrero de teja, y casi sin mirada, entra en el
pueblo oscuro, sobre su burra lenta, como Jesús en la muerte...
XXV - LA PRIMAVERA
¡ Ay, qué relumbres y olores!
¡ Ay, cómo ríen los prados!
¡ Ay, qué alboradas se oyen!
Romance Popular
En mi duermevela matinal, me malhumora una endiablada chillería de chiquillos.
Por fin, sin poder dormir más, me echo, desesperado, de la cama. Entonces, al
mirar el campo por la ventana abierta, me doy cuenta de que los que alborotan
son los pájaros.
Salgo al huerto y canto gracias al Dios del día azul. ¡ Libre concierto de
picos, fresco y sin fin ! La golondrina riza, caprichosa, su gorjeo en el pozo;
silba el mirlo sobre la naranja caída; de fuego, la oropéndola charla, de
chaparro en chaparro; el chamariz ríe larga y menudamente en la cima del
eucalipto; y, en el pino grande, los gorriones discuten desaforadamente.
¡ Cómo está la mañana ! El sol pone en la tierra su alegría de plata y de oro;
mariposas de cien colores juegan por todas partes, entre las flores, por la casa
- ya dentro, ya fuera- , en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en
estallidos, en crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva.
Parece que estuviéramos dentro de un gran panal de luz, que fuese el interior de
una inmensa y cálida rosa encendida.
XXVI - EL ALJIBE
Míralo; está lleno de las ultimas lluvias, Platero. No tiene eco, ni se ve, allá
en su fondo, como cuando está bajo, el mirador con sol, joya policroma tras los
cristales amarillos y azules de la montera.
Tú no has bajado nunca al aljibe, Platero. Yo sí; bajé cuando lo vaciaron, hace
años. Mira; tiene una galería larga, y luego un cuarto pequeñito. Cuando entré
en él, la vela que llevaba se me apagó y una salamandra se me puso en la mano.
Dos fríos terribles se cruzaron en mi pecho cual dos espadas que se cruzaran
como dos fémures bajo una calavera... Todo el pueblo está socavado de aljibes y
galerías, Platero. El aljibe más grande es el del patio del Salto del Lobo,
plaza de la ciudadela antigua del Castillo. El mejor es éste de mi casa que,
como ves, tiene el brocal esculpido en una pieza sola de mármol alabastrino. La
galería de la Iglesia va hasta la viña de los Puntales y allí se abre al campo,
junto al río. La que sale del Hospital nadie se ha atrevido a seguirla del todo,
porque no acaba nunca...
Recuerdo, cuando era niño, las noches largas de lluvia, en que me desvelaba el
rumor sollozante del agua redonda que caía, de la azotea, en el aljibe... Luego,
a la mañana, íbamos, locos, a ver hasta dónde había llegado el agua. Cuando
estaba hasta la boca, como está hoy, ¡ qué asombro, qué gritos, qué admiración !
... Bueno, Platero. Y ahora voy a darte un cubo de esta agua pura y fresquita,
el mismo cubo que se bebía de una vez Villegas, el pobre Villegas, que tenía el
cuerpo achicharrado ya del coñac y del aguardiente...
XXVII - EL PERRO SARNOSO
Venía, a veces, flaco y anhelante, a la casa del huerto. El pobre andaba siempre
huido, acostumbrado a los gritos y a las pedreas. Los mismos perros le enseñaban
los colmillos. Y se iba otra vez, en el sol del mediodía, lento y triste, monte
abajo.
Aquella tarde, llegó detrás de Diana. Cuando yo salía, el guarda, que en un
arranque de mal corazón había sacado la escopeta, disparó contra él. No tuvo
tiempo de evitarlo. El mísero, con el tiro el las entrañas, giró
vertiginosamente un momento, en un redondo aullido agudo, y cayó muerto bajo un
acacia.
Platero miraba al perro fijamente, erguida la cabeza. Diana, temerosa, andaba
escondiéndose de uno en otro. El guarda, arrepentido quizás, daba largas razones
no sabía a quién, indignándose sin poder, queriendo acallar su remordimiento. Un
velo parecía enlutecer el sol; un velo grande, como el velo pequeñito que nubló
el ojo sano del perro asesinado.
Abatidos por el viento del mar, los eucaliptos lloraban, más reciamente cada vez
hacia la tormenta, en el hondo silencio aplastante que la siesta tendía por el
campo aún de oro, sobre el perro muerto.
XXVIII - REMANSO
Espérate, Platero... O pace un rato en ese prado tierno, si lo prefieres. Pero
déjame ver a mí este remanso bello, que no veo hace tanto años...
Mira cómo el sol, pasando su agua espesa, le alumbra la honda belleza verdeoro,
que los lirios de celeste frescura de la orilla contemplan extasiados... Son
escaleras de terciopelo, bajando en repetido laberinto; grutas mágicas con todos
los aspectos ideales que una mitología de ensueño trajese a la desbordada
imaginación de un pintor interno; jardines venustianos que hubiera creado la
melancolía permanente de una ruina loca de grandes ojos verdes; palacios en
ruinas, como aquel que vi en aquel mar de la tarde, cuando el sol poniente
hería, oblicuo, el agua baja... Y más, y más, y más; cuanto el sueño más difícil
pudiera robar, tirando a la belleza fugitiva de su túnica infinita, al cuadro
recordado de una hora de primavera con dolor, en un jardín de olvido que no
existiera del todo... Todo pequeñito, pero inmenso, porque parece distante;
clave de sensaciones innumerables, tesoro del mago más viejo de la fiebre...
Este remanso, Platero, era mi corazón antes. Así me lo sentía, bellamente
envenenado, en su soledad, de prodigiosas exuberancias detenidas... Cuando el
amor humano lo hirió, abriéndole su dique, corrió la sangre corrompida, hasta
dejarlo puro, limpio y fácil, como el arroyo de los Llanos, Platero, en la más
abierta dorada y caliente hora de abril.
A veces, sin embargo, una pálida mano antigua me lo trae a su remanso de antes,
verde y solitario, y allí lo deja encantado, fuera de él, respondiendo a las
llamadas claras, «por endulzar su pena», como Hylas a Alcides en el idilio de
Chénier, que ya te he leído, con una voz «desentendida y vana»...
XXIX - IDILIO DE ABRIL
Los niños han ido con Platero al arroyo de los chopos, y ahora lo traen
trotando, entre juegos sin razón y risas desproporcionadas, todo cargado de
flores amarillas. Allá abajo les ha llovido - aquella nube fugaz que veló el
prado verde con sus hilos de oro y plata, en los que tembló, como en una lira de
llanto, el arco iris- . Y sobre la empapada lana del asnucho, las campanillas
mojadas gotean todavía.
¡ Idilio fresco, alegre, sentimiental ! ¡ Hasta el rebuzno de Platero se hace
tierno bajo la dulce carga llovida ! De cuando en cuando, vuelve la cabeza y
arranca las flores a que su bocota alcanza. Las campanillas, níveas y gualdas,
le cuelgan, un momento, entre el blanco babear verdoso y luego se le van a la
barrigota cinchada. ¡ Quién, como tú, Platero, pudiera comer flores..., y que no
le hicieran daño !
¡ Tarde equívoca de abril !... Los ojos brillantes y vivos de Platero copian
toda la hora de sol y lluvia en cuyo ocaso, sobre el campo de San Juan, se ve
llover, deshilachada, otra nube rosa.
XXX - EL CANARIO VUELA
Un día, el canario verde, no sé cómo ni por qué, voló de su jaula. Era un
canario viejo, recuerdo triste de una muerta, al que yo no había dado libertad
por miedo de que se muriera de hambre o de frío, o de que se lo comieran los
gatos.
Anduvo toda la mañana entre los granados del huerto en el pino de la puerta, por
las lilas. Los niños estuvieron, toda la mañana también, sentados en la galería,
absortos en los breves vuelos del pajarillo amarillento. Libre, Platero, holgaba
junto a los rosales, jugando con una mariposa.
A la tarde, el canario se vino al tejado de la casa grande, y allí se quedó
largo tiempo, latiendo en el tibio sol que declinaba.
De pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué, apareció en la jaula, otra vez
alegre.
¡ Qué alborozo en el jardín ! Los niños saltaban, tocando las palmas,
arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca, los seguía, ladrándole a su
propia y riente campanilla; Platero, contagiado, en un oleaje de carnes de
plata, igual que un chivillo, hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un vals
tosco, y poniéndose en las manos, daba coces al aire claro y suave...
XXXI - EL DEMONIO
De pronto, con un duro y solitario trote, doblemente sucio en una alta nube de
polvo, aparece, por la esquina del Trasmuro, el burro. Un momento después,
jadeantes, subiéndose los caídos pantalones de andrajos, que les dejan fuera las
oscuras barrigas, los chiquillos, tirándole rodrigones y pierdas...
Es negro, grande, viejo, huesudo - otro arcipreste- , tanto, que parece que se
le va a agujerear la piel sin pelo por doquiera.
Se para y, mostrando unos dientes amarillos, como habones, rebuzna a lo alto
ferozmente, con una energía que no cuadra a su desgarbada vejez... ¿ Es un burro
perdido ? ¿ No lo conoces, Platero ? ¿ Qué querrá ? ¿ De quién vendrá huyendo,
con ese trote desigual y violento ?
Al verlo, Platero hace cuerno, primero, ambas orejas con una sola punta, se las
deja luego una en pie y otra descolgada, y se viene a mí, y quiere esconderse en
la cuneta, y huir, todo a un tiempo. El burro negro pasa a su lado, le da un
rozón, le tira la albarda, lo huele, rebuzna contra el muro del convento y se va
trotando, Trasmuro abajo...
... Es en el calor, un momento extraño de escalofrío - ¿ mío, de Platero ?- en
el que las cosas parecen trastornadas, como si la sombra baja de un paño negro
ante el sol ocultarse, de pronto, la soledad deslumbradora del recodo del
callejón, en donde el aire, súbitamente quieto, asfixia... Poco a poco, lo
lejano nos vuelve a lo real. Se oye, arriba, el vocerío mudable de la plaza del
Pescado, donde los vendedores que acaban de llegar de la Ribera exaltan sus
asedías, sus salmonetes, sus brecas, sus mojarras, sus bocas; la campana de
vuelta, que pregona el sermón de mañana; el pito del amolador...
Platero tiembla aún, de vez en cuando, mirándome, acoquinado, en la quietud muda
en que nos hemos quedado los dos, sin saber por qué...
- Platero; yo creo que ese burro no es un burro...
Y Platero, mudo, tiembla de nuevo todo él de un solo temblor, blandamente
ruidoso, y mira, huido, hacia la gavia, hosca y bajamente...
XXXII - LIBERTAD
Llamó mi atención, perdida por las flores de la vereda, un pajarillo lleno de
luz, que, sobre el húmedo prado verde, abría sin cesar su preso vuelo policromo.
Nos acercamos despacio, yo delante, Platero detrás. Había por allí un bebedero
umbrío, y unos muchachos traidores le tenían puesta una red a los pájaros. El
triste reclamillo se levantaba hasta su pena, llamando, sin querer, a sus
hermanos del cielo.
La mañana era clara, pura, traspasada de azul. Caía del pinar vecino un leve
concierto de trinos exaltados, que venía y se alejaba, sin irse, en el manso y
áureo viento marero que ondulaba las copas. ¡ Pobre concierto inocente, tan
cerca del mal corazón !
Monté en Platero, y, obligándolo con las piernas, subimos, en un agudo trote, al
pinar. En llegando bajo la sombría cúpula frondosa, batí palmas, canté, grité.
Platero, contagiado, rebuznaba una vez y otra, rudamente. Y los ecos respondían,
hondos y sonoros, como en el fondo de un gran pozo. Los pájaros se fueron a otro
pinar, cantando.
Platero, entre las lejanas maldiciones de los chiquillos violentos, rozaba su
cabezota peluda contra mi corazón, dándome las gracias hasta lastimarme el
pecho.
XXXIII - LOS HÚNGAROS
Míralos, Platero, tirados en todo su largor, cómo tienden los perros cansados el
mismo rabo, en el sol de la acera.
La muchacha, estatua de fango, derramada su abundante desnudez de cobre entre el
desorden de sus andrajos de lanas granas y verdes, arranca la hierbaza seca a
que sus manos, negras como el fondo de un puchero, alcanzan. La chiquilla, pelos
toda, pinta en la pared, con cisco, alegorías obscenas. El chiquillo se orina en
su barriga como una fuente en su taza, llorando por gusto. El hombre y el mono
se rascan, aquél la greña, murmurando, y éste las costillas, como si tocase una
guitarra.
De vez en cuando, el hombre se incorpora, se levanta luego, se va al centro de
la calle y golpea con indolente fuerza el pandero, mirando un balcón. La
muchacha, pateada por el chiquillo, canta, mientras jura desgarradamente, una
desentonada monotonía. Y el mono, cuya cadena pesa más que él, fuera de punto,
sin razón, da una vuelta de campana y luego se pone a buscar entre los chinos de
la cuenta uno más blando.
Las tres... El coche de la estación se va, calle Nueva arriba.
El sol, solo.
- Ahí tienes, Platero, el ideal de familia de Amaro... Un hombre como un roble,
que se rasca; una mujer, como una parra, que se echa; dos chiquillos, ella y él,
para seguir la raza, y un mono, pequeño y débil como el mundo, que les da de
comer a todos, cogiéndose las pulgas...
XXXIV - LA NOVIA
El claro viento del mar sube por la cuesta roja, llega al prado del cabezo, ríe
entre las tiernas florecillas blancas; después, se enreda por los pinetes sin
limpiar y mece, hinchándolas como velas sutiles, las encendidas telarañas
celestes, rosas, de oro...
Toda la tarde es ya viento marino. Y el sol y el viento ¡ dan un blando
bienestar al corazón !
Platero me lleva, contento, ágil, dispuesto. Se dijera que no le peso. Subimos,
como si fuésemos cuesta abajo, a la colina. A lo lejos, una cinta de mar,
brillante, incolora, vibra, entre los últimos pinos, en un aspecto de paisaje
isleño. En los prados verdes, allá abajo, saltan los asnos trabados, de mata en
mata.
Un estremecimiento sensual vaga por las cañadas. De pronto, Platero yergue las
orejas, dilata las levantadas narices, replegándolas hasta los ojos y dejando
ver las grandes habichuelas de sus dientes amarillos. Está respirando
largamente, de los cuatro vientos, no sé qué honda esencia que debe transirle el
corazón. Sí. Ahí tiene ya, en otra colina, fina y gris sobre el cielo azul, a la
amada. Y dobles rebuznos, sonoros y largos, desbaratan con su trompetería la
hora luminosa y caen luego en gemelas cataratas.
He tenido que contrariar los instintos amables de mi pobre Platero. La bella
novia del campo lo ve pasar, triste como él, con sus ojazos de azabache cargados
de estampas... ¡ Inútil pregón misterioso, que ruedas brutalmente, como un
instinto hecho carne libre, por las margaritas !
Y Platero trota indócil, intentando a cada instante volverse, con un reproche en
su refrenado trotecillo menudo: - Parece mentira, parece mentira, parece
mentira...
XXXV - LA SANGUIJUELA
Espera. ¿ Qué es eso, Platero ? ¿ Qué tienes ?
Platero está echando sangre por la boca. Tose y va despacio, más cada vez.
Comprendo todo en un momento. Al pasar esta mañana por la fuente de Pinete,
Platero estuvo bebiendo en ella. Y, aunque siempre bebe en lo más claro y con
los dientes cerrados, sin duda una sanguijuela se le ha agarrado a la lengua o
al cielo de la boca...
- Espera, hombre. Enseña...
Le pido ayuda a Raposo, el aperador, que baja por allí del Almendral, y entre
los dos intentamos abrirle a Platero la boca.
Pero la tiene como trabada con hormigón romano. Comprendo con pena que el pobre
Platero es menos inteligente de lo que yo me figuro... Raposo coge un rodrigón
gordo, lo parte en cuatro y procura atravesarle un pedazo a Platero entre las
quijadas... No es fácil la empresa. Platero alza la cabeza al cenit levantándose
sobre las patas, huye, se revuelve... Por fin, en un momento sorprendido, el
palo entra de lado en la boca de Platero. Raposo se sube en el burro y con las
dos manos tira hacia atrás de los salientes del palo para que Platero no lo
suelte.
Si, allá adentro tiene, llena y negra, la sanguijuela. Con dos sarmientos hechos
tijera se la arranco...Parece un costalillo de almagra o un pellejillo de vino
tinto; y, contra el sol, es como el moco de un pavo irritado por un paño rojo.
Para que no saque sangre a ningún burro más, la corto sobre el arroyo, que en un
momento tiñe de la sangre de Platero la espumela de un breve torbellino...
XXXVI - LAS TRES VIEJAS
Súbete aquí en el vallado, Platero. Anda, vamos a dejar que pasen esas pobres
viejas...
Deben venir de la playa o de los montes. Mira. Una es ciega y las otras dos la
traen por los brazos. Vendrán a ver a dos Luis, el médico, o al hospital... Mira
qué despacito andan, qué cuido, qué mesura ponen las dos que ven en su acción.
Parece que las tres temen a la misma muerte. ¿ Ves cómo adelantan las manos cual
para detener el aire mismo, apartando peligros imaginarios, con mimo absurdo,
hasta las más leves ramitas en flor, Platero ?
Que te caes, hombre... Oye qué lamentables palabras van diciendo. Son gitanas.
Mira sus trajes pintorescos, de lunares y volantes. ¿ Ves ? Van a cuerpo, no
caída, a pesar de la edad, su esbeltez. Renegridas, sudorosas, sucias, perdidas
en el polvo con sol del mediodía, aún una flaca hermosura recia las acompaña,
como un recuerdo seco y duro...
Míralas a las tres, Platero. ¡ Con qué confianza llevan la vejez a la vida,
penetradas por la primavera esta que hace florecer de amarillo el cardo en la
vibrante dulzura de su hervoroso sol !
XXXVII - LA CARRETILLA
En el arroyo grande, que la lluvia había dilatado hasta la viña, nos
encontramos, atascada, una vieja carretilla, perdida toda bajo su carga de
hierba y de naranjas. Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda, queriendo
ayudar con el empuje de su pechillo en flor al borricuelo, más pequeño ¡ ay ! y
más flaco que Platero. Y el borriquillo se despechaba contra el viento,
intentando, inútilmente, arrancar del fango la carreta, al grito sollozante de
la chiquilla. Era vano su esfuerzo, como el de los niños valientes, como el
vuelo de esas brisas cansadas del verano que se caen, en un desmayo, entre las
flores.
Acaricié a Platero y, como puede, lo enganché a la carretilla, delante del
borrico miserable. Le obligué, entonces, con un cariñoso imperio, y Platero, de
un tirón, sacó carretilla y rucio del atolladero, y les subió la cuesta.
¡ Qué sonreír el de la chiquilla ! Fue como si el sol de la tarde, que se
quebraba, al ponerse entre las nubes de agua, en amarillos cristales, le
encendiese una aurora tras sus tiznadas lágrimas.
Con su llorosa alegría, me ofreció dos escogidas naranjas, finas, pesadas,
redondas. Las tomé, agradecido, y le di una al borriquillo débil, como dulce
consuelo; otra a Platero, como premio áureo.
XXXVIII - EL PAN
Te he dicho, Platero que el alma de Moguer es el vino, ¿verdad ? No; el alma de
Moguer es el pan. Moguer es igual que un pan de trigo, blanco por dentro, como
el migajón, y dorado en torno - ¡ oh sol moreno !- como la blanda corteza.
A mediodía, cuando el sol quema más, el pueblo entero empieza a humear y a oler
a pino y a pan calentito. A todo el pueblo se le abre la boca. Es como una gran
boca que come un gran pan. El pan se entra en todo: en el aceite, en el
gazpacho, en el queso y la uva, para dar sabor a beso, en el vino, en el caldo,
en el jamón, en él mismo, pan con pan. También solo, como la esperanza, o con
una ilusión...
Los panaderos llegan trotando en sus caballos, se paran en cada puerta
entornada, tocan las palmas y gritan: "¡ El panaderooo !"... Se oye el duro
ruido tierno de los cuarterones que, al caer en los canastos que brazos desnudos
levantan, chocan con los bollos, de las hogazas con las roscas...
Y los niños pobres llaman, al punto, a las campanillas de la cancelas o a los
picaportes de los portones, y lloran largamente hacia adentro: ¡ Un poquiiito
paaan !...
XXXIX - AGLAE
¡ Qué reguapo estás hoy, Platero ! Ven aquí... ! Buen jaleo te ha dado esta
mañana la Macaria ! Todo lo que es blanco y todo lo que es negro en ti luce y
resalta como el día y como la noche después de la lluvia. ¡ Qué guapo estás,
Platero !
Platero, avergonzado un poco de verse así, viene a mí, lento, mojado aún de su
baño, tan limpio que parece una muchacha desnuda. La cara se le ha aclarado,
igual que un alba, y en ella sus ojos grandes destellan vivos, como si la más
joven de las Gracias les hubiera prestado ardor y brillantez.
Se lo digo, y en un súbito entusiasmo fraternal, le cojo la cabeza, se la
revuelvo en cariñoso apretón, le hago cosquillas... él, bajos los ojos, se
defiende blandamente con las orejas, sin irse, o se liberta, en breve correr,
para pararse de nuevo en seco, como un perrillo juguetón.
- ¡ Qué guapo estás, hombre ! - le repito.
Y Platero, lo mismo que un niño pobre que estrenara un traje, corre tímido,
hablándome, mirándome en su huida con el regocijo de las orejas, y se queda,
haciendo que come unas campanillas coloradas, en la puerta de la cuadra.
Aglae, la donadora de bondad y de hermosura, apoyada en el peral que ostenta
triple copa de hojas, de peras y de gorriones, mira la escena sonriendo, casi
invisible en la trasparencia del sol matinal.
XL - EL PINO DE LA CORONA
Dondequiera que paro, Platero, me parece que paro bajo el pino de la Corona. A
donde quiera que llego - ciudad, amor, gloria- me parece que llego a su plenitud
verde y derramada bajo el gran cielo azul de nubes blancas. Es el faro rotundo y
claro en los mares difíciles de mi sueño, como lo es de los marineros de Moguer
en las tormentas de la barra; segura cima de mis días difíciles, en lo alto de
su cuesta roja y agria, que toman los mendigos, camino de Sanlúcar.
¡ Qué fuerte me siento siempre que reposo bajo su recuerdo !
Es lo único que no ha dejado, al crecer yo, de ser grande, lo único que ha sido
mayor cada vez. Cuando le cortaron aquella rama que el huracán le tronchó, me
pereció que me habían arrancado un miembro; y, a veces, cuando cualquier dolor
me coge de improviso, me parece que le duele al pino de la Corona.
La palabra magno le cuadra como al mar, como al cielo y como a mi corazón. A su
sombra, mirando las nubes, han descansado razas y razas por siglos, como sobre
el agua, bajo el cielo y en la nostalgia de mi corazón. Cuando, en el descuido
de mis pensamientos, las imágenes arbitrarias se colocan donde quieren, o en
estos instantes en que hay cosas que se ven cual en una visión segunda y a un
lado de lo distinto, el pino de Colona, transfigurado en no sé qué cuando de
eternidad, se me presenta, más rumoroso y más gigante aún, en la duda,
llamándome a descansar a su paz, como el término verdadero y eterno de mi viaje
por la vida.
XLI - DARBÓN
Darbón, el médico de Platero, es grande como el buey pío, rojo como una sandía.
Pesa once arrobas. Cuenta, según él, tres duros de edad.
Cuando habla, le faltan notas, cual a los pianos viejos; otras veces, en lugar
de palabra, le sale un escape de aire. Y estas pifias llevan un acompañamiento
de inclinaciones de cabeza, de manotadas ponderativas, de vacilaciones chochas,
de quejumbres de garganta y salivas en el pañuelo, que no hay más que pedir. Un
amable concierto para antes de le cena.
No le queda muela ni diente y casi sólo come migajón de pan, que ablanda primero
en la mano. Hace una bola y ¡ a la boca roja ! Allí la tiene, revolviéndola, una
hora. Luego otra bola, y otra.
Masca con las encías, y la barba le llega, entonces, a la aguileña nariz.
Digo que es grande como el buey pío. En la puerta del banco, tapa la casa. Pero
se enternece, igual que un niño, con Platero. Y si ve una flor o un pajarillo,
se ríe de pronto, abriendo toda su boca, con una gran risa sostenida, cuya
velocidad y duración él no puede regular, y que acaba siempre en llanto.
Luego, ya sereno, mira largamente del lado del cementerio viejo:
- Mi niña, mi pobrecita niña...
XLII - EL NIÑO Y EL AGUA
En la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón polvoriento que, por
despacio que se pise, lo llena a uno hasta los ojos de su blanco polvo cernido,
el niño está con la fuente, en grupo franco y risueño, cada uno con su alma.
Aunque no hay un solo árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, que
los ojos repiten escrito en el cielo azul Prusia con grandes letras de luz:
Oasis.
Ya la mañana tiene color de siesta y la chicharra sierra su olivo, en el corral
de San Francisco. El sol le da al niño en la cabeza; pero él, absorto en el
agua, no lo siente. Echado en el suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el
agua le pone en la palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus
ojos negros contemplan arrobados. Habla solo, sobre su nariz, se rasca aquí y
allá entre sus harapos, con la otra mano. El palacio, igual siempre y renovado a
cada instante, vacila a veces. Y el niño se recoge entonces, se aprieta, se sume
en sí, para que ni ese latido de la sangre que cambia, con un cristal movido
solo, la imagen tan sensible de un calidoscopio, le robe al agua la sorprendida
forma primera.
- Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo: pero ese niño tiene en su
mano mi alma.
XLIII - AMISTAD
Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él me lleva siempre adonde
quiero.
Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gusta acercarme a su tronco
y acariciárselo, y mirar el cielo al través de su enorme y clara copa; sabe que
me deleita la veredilla que va, entre céspedes, a la Fuente vieja; que es para
mí una fiesta ver el río desde la colina de los pinos, evocadora, con su
bosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me adormile, seguro, sobre él, mi
despertar se abre siempre a uno de tales amables espectáculos.
Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le
pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar... él
comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan
diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños.
Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada.
De nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los burros y de los
hombres...
XLIV - LA ARRULLADORA
La chiquilla del carbonero, bonita y sucia cual una moneda, bruñidos los negros
ojos y reventando sangre los labios prietos entre la tizne, está a la puerta de
la choza, sentada en una teja, durmiendo al hermanito.
Vibra la hora de mayo, ardiente y clara como un sol por dentro. En la paz
brillante, se oye el hervor de la olla que cuece en el campo, la brama de la
dehesa de los Caballos, la alegría del viento del mar en la maraña de los
eucaliptos.
Sentida y dulce, la carbonera canta:
Mi niiiño se va a dormiii
en graaacia de la Pajtoraaa...
Pausa. El viento en las copas...
... y pooor dormirse mi niñooo,
se duermeee la arruyadoraaa...
El viento... Platero, que anda, manso, entre los pinos quemados, se llega, poco
a poco... Luego se echa en la tierra fosca y, a la larga copla de madre, se
adormila, igual que un niño.
XLV - EL ÁRBOL DEL CORRAL
Este árbol, Platero, esta acacia que yo mismo sembré, verde llama que fue
creciendo, primavera tras primavera, y que ahora mismo nos cubre con su
abundante y franca hoja pasada de sol poniente, era, mientras viví en esta casa,
hoy cerrada, el mejor sostén de mi poesía. Cualquier rama suya, engalanada de
esmeralda por abril o de oro por octubre, refrescaba, sólo con mirarla un punto,
mi frente, como la mano más pura de una musa. ¡Qué fina, qué grácil, qué bonita
era ! Hoy, Platero, es dueña casi de todo el corral. ¡ Qué basta se ha puesto !
No sé si se acordará de mí. A mí me parece otra. En todo este tiempo en que la
tenía olvidada, igual que si no existiese, la primavera la ha ido formando, año
tras año, a su capricho, fuera del agrado de mi sentimiento.
Nada me dice hoy, a pesar de ser árbol, y árbol puesto por mí. Un árbol
cualquiera que por primera vez acariciamos, nos llena, Platero, de sentido el
corazón. Un árbol que hemos amado tanto, que tanto hemos conocido, no nos dice
nada vuelto a ver,
Platero. Es triste; más es inútil decir más. No, no puedo mirar ya en esta
fusión de la acacia y el ocaso, mi lira colgada. La rama graciosa no me trae el
verso, ni la iluminación interna de la copa el pensamiento. Y aquí, a donde
tantas veces vine de la vida, con una ilusión de soledad musical, fresca y
olorosa, estoy mal, y tengo frío, y quiero irme, como entonces del casino, de la
botica o del teatro, Platero.
XLVI - LA TÍSICA
Estaba derecha en una triste silla, blanca la cara y mate, cual un nardo ajado,
en medio de la encalada y fría alcoba. Le había mandado el médico salir al
campo, a que le diera el sol de aquel mayo helado; pero la pobre no podía.
- Cuando yego ar puente - me dijo- , ¡ ya v'usté, zeñorito, ahí ar lado que ejtá
!, máhogo...
La voz pueril, delgada y rota, se le caía, cansada, como se cae, a veces, la
brisa en el estío.
Yo le ofrecí a Plateo para que diese un paseíto. Subida en él, ¡ qué risa la de
su aguda cara de muerta, toda ojos negros y dientes blancos !
... Se asomaban las mujeres a las puertas a vernos pasar.
Iba Platero despacio, como sabiendo que llevaba encima un frágil lirio de
cristal fino. La niña, con su hábito cándido de la Virgen de Montemayor, lazado
de grana, transfigurada por la fiebre y la esperanza, parecía un ángel que
cruzaba el pueblo, camino del cielo del sur.
XLVII - EL ROCÍO
Platero - le dije- ; vamos a esperar las Carretas. Traen el rumor del lejano
bosque de Doñana, el misterio del pinar de las ánimas, la frescura de las Madres
y de los Frenos, el olor de la Rocina...
Me lo llevé, guapo y lujoso, a que piropeara a las muchachas por la calle de la
Fuente, en cuyos bajos aleros de cal se moría, en una vaga cinta rosa, el
vacilante sol de la tarde. Luego nos pusimos en el vallado de los Hornos, desde
donde se ve todo el camino de los Llanos.
Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave llovizna de los Rocíos caía
sobre las viñas, de una pasajera nube malva. Pero la gente no levantaba siquiera
los ojos al agua.
Pasaron, primero, en burros, mulas y caballos ataviados a la moruna y la crin
trenzada, las alegres parejas de novios, ellos alegres, valientes ellas. El rico
y vivo tropel iba, volvía, se alcanzaba incesantemente en una locura sin
sentido. Seguía luego el carro de los borrachos, estrepitoso, agrio y
trastornado.
Detrás, las carretas, como lechos, colgadas de blanco, con las muchachas,
morenas, duras y floridas, sentadas bajo el dosel, repicando panderetas y
chillando sevillanas. Más caballos, más burros... Y el mayordomo - ¡ Viva la
Virgen del Rocíoooo ! ¡Vivaaaaa !- calvo, seca y rojo, el sombrero ancho a la
espalda y la vara de oro descansada en el estribo. Al fin, mansamente tirado por
dos grandes bueyes píos, que parecían obispos con sus frontales de colorinas y
espejos, en los que chispeaba el trastorno del sol mojado, cabeceando con la
desigual tirada de la yunta, el Sin Pecado, amatista y de plata en su carro
blanco, todo en flor, como un cargado jardín mustio.
Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo y los cohetes negros y el duro
herir de los cascos herrados en las pierdas...
Platero, entonces, dobló sus manos, y, como una mujer, se arrodilló - ¡ una
habilidad suya !- , blando, humilde y consentido
XLVIII - RONSARD
Libre ya Platero del cabestro, y paciendo entre las castas margaritas del
pradecillo, me ha echado yo bajo un pino, he sacado de la alforja moruna un
breve libro, y, abriéndolo por una señal, me he puesto a leer en alta voz:
Comme on voit sur la blanche au mois de maii la rose
En sa belle jeunesse, en sa premiere fleur,
Rendre le ciel jaloux de...
Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un leve pajarillo, que el sol hace,
cual toda la verde cima suspirante, de oro. Entre vuelo y gorjeo, se oye el
partirse de las semillas que el pájaro se está almorzando.
... jaloux de sa vive couleur,
Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como una proa viva, sobre mi
hombro... Es Platero, que, sugestionado, sin duda, por la lira de Orfeo, viene a
leer conmigo. Leemos:
... vive couleur,
Quand l'aube de ses pleurs au point du jour l'a...
Pero el pajarillo, que debe digerir aprisa, tapa la palabra, con una nota falsa.
Ronsard, olvidado un instante de su soneto «Quand en songeant ma follatre
j'accolle»..., se debe haber reído en el infierno...
XLIX - EL TÍO DE LAS VISTAS
De pronto, sin matices, rompe el silencio de la calle el seco redoble de un
tamborcillo. Luego, una voz cascada tiembla un pregón jadeoso y largo. Se oyen
carreras, calle abajo... Los chiquillos gritan: ¡ El tío de las vistas ! ¡ Las
vistas ! ¡ Las vistas !
En la esquina, una pequeña caja verde con cuatro banderitas rosas, espera sobre
su catrecillo, la lente al sol. El viejo toca el tambor. Un grupo de chiquillos
sin dinero, las manos en el bolsillo o a la espalda, rodean, mudos, la cajita. A
poco, llega otro corriendo, con su perra en la palma de la mano. Se adelanta,
pone sus ojos en la lente...
- ¡ Ahooora se verá... al general Prim... en su caballo blancoooo... ! - dice el
viejo forastero con fastidio, y toca el tambor.
- ¡ El puerto... de Barcelonaaaa... ! - y más redoble.
Otros niños van llegado con su perra lista, y la adelantan al punto al viejo,
mirándolo absortos, dispuestos a comprar su fantasía. El viejo dice:
- ¡ Ahooora se verá... el castillo de la Habanaaaa ! - y toca el tambor.
Platero, que se ha ido con la niña y el perro de enfrente a ver las vistas, mete
su cabezota por entre las de los niños, por jugar.
El viejo, con un súbito buen humor, le dice: ¡ Venga tu perra !
Y los niños sin dinero se ríen todos sin ganas, mirando al viejo con una humilde
solicitud aduladora...
L - LA FLOR DEL CAMINO
¡ Qué pura, Platero, y qué bella esta flor del camino ! Pasan a su lado todos
tropeles - los toros, las cabras, los potros, los hombres- , y ella, tan tierna
y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado solo, sin contaminarse
de impureza alguna.
Cada día, cuando, al empezar la cuesta, tomamos el atajo, tú la has visto en su
puesto verde. Ya tiene su lado un pajarillo, que se levanta - ¿ por qué ?- al
acercarnos; o está llena, cual una breve copa, del agua clara de una nube de
verano; ya consiente el robo de una abeja o el voluble adorno de una mariposa.
Esta flor vivirá pocos días, Platero, aunque su recuerdo podrá ser eterno. Será
su vivir como un día de tu primavera, como una primavera de mi vida... ¿ Qué le
diera yo al otoño, Platero, a cambio de esta flor divina, para que ella fuese,
diariamente, el ejemplo sencillo y sin término de la nuestra ?
LI - LORD
No sé si tú, Platero, sabrás ver una fotografía. Yo se las he enseñado a algunos
hombres del campo y no veían nada en ella.
Pues éste es Lord, Platero, el perrillo foxterrier de que a veces te he hablado.
Míralo. Está ¿ lo ves ? en un cojín de los del patio de mármol, tomando, entre
las macetas de geranios, el sol de invierno.
¡ Pobre Lord ! Vino de Sevilla cuando yo estaba allí pintando.
Era blanco, casi incoloro de tanta luz, pleno como un muslo de dama, redondo e
impetuoso como el agua en la boca de la caño.
Aquí y allá, mariposas posadas, unos toques negros. Sus ojos brillantes eran dos
breves inmensidades de sentimientos de nobleza. Tenían vena de loco. A veces,
sin razón, se ponía a dar vueltas vertiginosas entre las azucenas del patio de
mármol, que en mayo lo adornan todo, hojas, azules, amarillas de los cristales
traspasados del sol de la montera, como los palomos que pinta don Camilo...
Otras se subía a los tejados y promovía un alboroto piador en los nidos de los
aviones... La Macaria lo enjabonaba cada mañana y estaba tan radiante siempre
como las almenas de la azotea sobre el cielo azul, Platero.
Cuando se murió mi padre, pasó toda la noche velándolo junto a la caja. Una vez
que mi madre se puso mala, se echó a los pies de su cama y allí se pasó un mes
sin comer ni beber...
Vinieron a decir un día mi casa que un perro rabioso lo había mordido... Hubo
que llevarlo a la bodega del Castillo y atarlo allí al naranjo, fuera de la
gente.
La mirada que dejó atrás por la callejilla cuando se lo llevaban sigue
agujereando mi corazón como entonces, Platero, igual que la luz de una estrella
muerta, viva siempre, sobre pasando su nada con la exaltada intensidad de su
doloroso sentimiento... Cada vez que un sufrimiento material me punza el
corazón, surge ante mí, larga como la vereda de la vida a la eternidad, digo,
del arroyo al pino de la Corona, la mirada que Lord dejó en él para siempre cual
una huella macerada.
LII - EL POZO
¡ El pozo !... Platero, ¡ qué palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan
sonora ! Parece que es la palabra la que taladra, girando, la tierra oscura,
hasta llegar al agua fría.
Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al alcance de la mano, ha
abierto, entre los ladrillos con verdín, una flor azul de olor penetrante. Una
golondrina tiene, más abajo, el nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta,
hay un palacio de esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una pierda a su
quietud, se enfada y gruñe. Y el cielo, al fin. (La noche entra, y la luna se
inflama allá en el fondo, adornada de volubles estrellas. ¡ Silencio ! Por los
caminos se ha ido la vida a lo lejos. Por el pozo se escapa el alma a lo hondo.
Se ve por él como el otro lado del crepúsculo. Y parece que va a salir de su
boca el gigante de la noche, dueño de todos los secretos del mundo. ¡ Oh
laberinto quieto y mágico, parque umbrío y fragante, magnético salón encantado
!)
- Platero, si algún día me echo a este pozo, no será por matarme, créelo, sino
por coger más pronto las estrellas.
Platero rebuzna, sediento y anhelante. Del pozo sale,asustada, revuelta y
silenciosa, una golondrina.
LIII - ALBÉRCHIGOS
Por el callejón de la Sal, que retuerce su breve estrechez, violeta de cal con
sol y cielo azul, hasta la torre, tapa de su fin, negra y desconchada de esta
parte del sur por el constante golpe del viento de la mar; lentos, vienen niño y
burro. El niño, hombrecito enanillo y recortado, más chico que su caído sombrero
ancho, se mete en su fantástico corazón serrana que le da coplas y coplas bajas:
... con grandej fatiguiiiyaaa
yo je lo pedíaaa...
Suelto, el burro mordisquea la escasa yerba sucia del callejón, levemente
abatido por la carguilla de albérchigos. De vez en cuando, el chiquillo, como si
tornara un punto a la calle verdadera, se para en seco, abre y aprieta sus
desnudas piernecillas terrosas, como para cogerle fuerza, en la tierra, y,
ahuecando la voz con la mano, canta duramente, con una voz en la que torna a ser
niño en la e:
- ¡ Albéeerchigooo !...
Luego, cual si la venta le importase un bledo - como dice el padre Díaz- , torna
a su ensimismado canturreo gitano:
... yo a ti no te cuurpooo,
ni te curparíaaa...
Y le da varazos a las piedras, sin saberlo... Huele a pan calentito y a pino
quemado. Una brisa tarda conmueve levemente la calleja. Canta la súbita
campanada gorda que corona las tres, con su adornillo de la campana chica. Luego
un repique, nuncio de fiesta, ahoga en su torrente el rumor de la corneta y los
cascabeles del coche de la estación, que parte, pueblo arriba, el silencio, que
se había dormido. Y el aire trae sobre los tejados un mar ilusorio en su
olorosa, movida y refulgente cristalidad, un mar sin nadie también, aburrido de
sus olas iguales en su solitario esplendor.
El chiquillo torna a su parada, a su despertar y a su grito:
- ¡ Albéeerchigooo !...
Platero no quiere andar. Mira y mira al niño y husmea y topa a su burro. Y ambos
rucios se entienden en no sé qué movimiento gemelo de cabezas, que recuerda, un
punto, el de los osos blancos...
- Bueno, Platero; yo le digo al niño que me dé su burro, y tú te irás con él y
serás un vendedor de albérchigos..., ¡ ea !
LIV - LA COZ
Íbamos, cortijo de Montemayor, al herradero de los novillos.
El patio empedrado, ombrío bajo el inmenso y ardiente cielo azul de la
tardecita, vibraba sonoro del relinchar de los alegres caballos pujantes, del
reír fresco de las mujeres, de los afilados ladridos inquietos de los perros.
Platero, en un rincón, se impacientaba.
- Pero, hombre - le dije- , si tú no puedes venir con nosotros; si eres muy
chico...
Se ponía tan loco, que le pedí al Tonto que se subiera en él y lo llevara con
nosotros.
... Por el campo claro, ¡ qué alegre cabalgar ! Estaban las marismas risueñas de
oro, con el sol en sus espejos rotos, que doblaban los molinos cerrados. Entre
el redondo trote duro de los caballos, Platero alzaba su raudo trotecillo agudo,
que necesitaba multiplicar insistentemente, como el tren de Riotinto su rodar
menudo, para no quedarse solo con el Tonto en el camino. De pronto, sonó como un
tiro de pistola. Platero le había rozado la grupa a un fino potro tordo con su
boca, y el potro le había respondido con una rápida coz. Nadie hizo caso, pero
yo le vi a Platero una mano corrida de sangre. Eché pie a tierra y, con una
espina y una crin, le prendí la vena rota. Luego le dije al Tonto que se lo
llevara a casa.
Se fueron los dos, lentos y tristes, por el arroyo seco que baja del pueblo,
tornando la cabeza al brillante huir de nuestro tropel...
Cuando, de vuelta del cortijo, fui a ver a Platero, me lo encontré mustio y
doloroso.
- ¿ Ves - le suspiré- que tú no puedes ir a ninguna parte con los hombres ?
LV - ASNOGRAFÍA
Leo en un Diccionario: ASNOGRAFÍA, s.f.: Se dice, irónicamente, por descripción
del asno. ¡ Pobre asno ! ¡ Tan bueno, tan noble, tan agudo como eres !
Irónicamente... ¿ Por qué ? ¿ Ni una descripción seria mereces, tú, cuya
descripción cierta sería un cuento de primavera ? ¡ Si al hombre que es bueno
debieran decirle asno ! ¡ Si al asno que es malo debieran decirle hombre !
Irónicamente... De ti, tan intelectual, amigo del viejo y del niño, del arroyo y
de la mariposa, del sol y del perro, de la flor y de la luna, paciente y
reflexivo, melancólico y amable, Marco Aurelio de los prados...
Platero, que sin duda comprende, me mira fijamente con sus ojazos lucientes, de
una blanda dureza, en los que el sol brilla, pequeñito y chispeante en un breve
y convexo firmamento verdinegro. ¡ Ay ! ¡ Si su peluda cabezota idílica supiera
que yo le hago justicia, que yo soy mejor que esos hombres que escriben
Diccionarios, casi tan bueno como él ! Y he puesto al margen del libro:
ASNOGRAFÍA, sentido figurado: Se debe decir, con ironía, ¡ claro está !, por
descripción del hombre imbécil que escribe Diccionarios.
LVI - CORPUS
Entrando por la calle de la Fuente, de vuelta del huerto, las campanas, que ya
habíamos oído tres veces desde los Arroyos, conmueven, con su pregonera
coronación de bronce, el blanco pueblo. Su repique voltea y voltea entre el
chispeante y estruendoso subir de los cohetes, negros en el día, y la chillona
metalería de la música.
La calle, recién encalada y ribeteada de almagra, verdea toda, vestida de chopos
y juncias. Lucen las ventanas colchas de damasco granate, de percal amarillo, de
celeste raso, y, donde hay luto, de lana cándida, con cintas negras. Por las
últimas casas, en la vuelta del Porche, aparece, tarda, la Cruz de los espejos,
que, entre los destellos del poniente, recoge ya la luz de los cirios rojos que
lo gotean todo de rosa. Lentamente, pasa la procesión. La bandera carmín, y San
Roque, Patrón de los panaderos, cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, y
San Telmo, Patrón de los marineros, con su navío de plata en las manos; la
bandera gualda, y San Isidro, Patrón de los labradores, con su yuntita de
bueyes; y más banderas de más colores, y más Santos, y luego, Santa Ana, dando
lección a la Virgen niña, y San José, pardo, y la Inmaculada, azul... Al fin,
entre la guardia civil, la Custodia, ornada su calada platería, despaciosa en su
nube celeste de incienso.
En la tarde que cae, se alza, limpio, el latín andaluz de los salmos. El sol, ya
rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por la calle del Río, en la cargazón de
oro viejo de las dalmáticas y las capas pluviales. Arriba, en derredor de la
torre escarlata, sobre el ópalo terso de la hora serena de junio, las palomas
tejen sus altas guirnaldas de nieve encendida...
Platero, en aquel hueco de silencio, rebuzna. Y su mansedumbre se asocia, con la
campana, con el cohete, con el latín y con la música de Modesto, que tornan al
punto, al claro misterio del día; y el rebuzno se le endulza, altivo, y,
rastrero, se le diviniza...
LVII - PASEO
Por los hondos caminos del estío, colgados de tiernas madreselvas, ¡ cuán
dulcemente vamos ! Yo leo, o canto, o digo versos al cielo. Platero mordisquea
la hierba escasa de los vallados en sombra, la flor empolvada de las malvas, las
vinagreras amarillas. Está parado más tiempo que andando. Yo lo dejo...
El cielo azul, azul, azul, asaeteado de mis ojos en arrobamiento, se levanta,
sobre los almendros cargados, a sus últimas glorias. Todo el campo, silencioso y
ardiente, brilla. En el río, una velita blanca se eterniza, sin viento. Hacia
los montes la compacta humareda de un incendio hincha sus redondas nubes negras.
Pero nuestro caminar es bien corto. Es como un día suave e indefenso, en medio
de la vida múltiple. ¡ Ni la apoteosis del cielo, ni el ultramar a que va el
río, ni siquiera la tragedia de las llamas.
Cuando, entre un olor a naranjas, se oye el hierro alegre y fresco de la noria,
Platero rebuzna y retoza alegremente. ¡ Qué sencillo placer diario ! Ya en la
alberca, yo lleno mi vaso y bebo aquella nieve líquida. Platero sume en el agua
umbría su boca, y bebotea, aquí y allá, en lo más limpio, avaramente...
LVIII - LOS GALLOS
No sé a qué comparar el malestar aquél, Platero... Una agudeza grana y oro que
no tenía el encanto de la bandera de nuestra patria sobre el mar o sobre el
cielo azul... Sí. Tal vez una bandera española sobre el cielo azul de una plaza
de toros... mudéjar..., como las estaciones de Huelva a Sevilla. Rojo y amarillo
de disgusto, como en los libros de Galdós, en las muestras de los estancos, en
los cuadros malos de la otra guerra de África... . Un malestar como el que me
dieron siempre las barajas de naipes finos con los hierros de los ganaderos en
los oros, los cromos de las cajas de tabacos y de las cajas de pasas, las
etiquetas de las botellas de vino, los premios del colegio del Puerto, las
estampitas del chocolate...
¿ A qué iba yo allí o quién me llevaba ? Me parecía el mediodía de invierno
caliente, como un cornetín de la banda de Modesto... Olía a vino nuevo, a
chorizo en regüeldo, a tabaco...
Estaba el diputado, con el alcalde y el Litri, ese torero gordo y lustroso de
Huelva... La plaza del reñidero era pequeña y verde; y la limitaban, desbordando
sobre el aro de madera, caras congestionadas, como vísceras de vaca en carro o
de cerdo en matanza, cuyos ojos sacaba el calor, el vino y el empuje de la
carnaza del corazón chocarrero. Los gritos salían de los ojos... Hacía calor y
todo - ¡ tan pequeño: un mundo de gallos !- estaba cerrado.
Y en el rayo ancho del alto sol, que atravesaban sin cesar, dibujándolo como un
cristal turbio, nubaradas de lentos humos azules, los pobres gallos ingleses,
dos monstruosas y agrias flores carmines, se despedazaban, cogiéndose los ojos,
clavándose, en saltos iguales, los odios de los hombres, rajándose del todo con
los espolones con limón... o con veneno. No hacían ruido alguno, ni veían, ni
estaban allí siquiera...
Pero y yo, ¿ por qué estaba allí y tan mal ? No sé... De vez en cuando, miraba
con infinita nostalgia, por una lona rota que, trémula en el aire, me parecía la
vela de un bote de la Ribera, un naranjo sano que en el sol puro de fuera
aromaba el aire con su carga blanca de azahar... ¡ Qué bien - perfumaba mi alma-
ser naranjo en flor, ser viento puro, ser sol alto ! ... Y, sin embargo, no me
iba...
LIX - ANOCHECER
En el recogimiento pacífico y rendido de los crepúsculos del pueblo, ¡ qué
poesía cobra la adivinación de lo lejano, el confuso recuerdo de lo apenas
conocido ! Es un encanto contagioso que retiene todo el pueblo como enclavado en
la cruz de un triste y largo pensamiento.
Hay un olor al nutrido grano limpio que, bajo las frescas estrellas, amontona en
las eras sus vagas colinas- ¡ oh Salomón !- tiernas y amarillentas. Los
trabajadores canturrean por lo bajo, en un soñoliento cansancio. Sentadas en los
zaguanes, las viudas piensan en los muertos, que duermen tan cerca, detrás de
los corrales. Los niños corren, de una sombra a otra, como vuelan de un árbol a
otro los pájaros...
Acaso, entre la luz ombría que perdura en las fachadas de cal de las casas
humildes, que ya empiezan a enrojecer las farolas de petróleo, pasan vagas
siluetas terrosas, calladas, dolientes - un mendigo nuevo, un portugués que va
hacia las rozas, un ladrón acaso- , que contrastan, en su oscura apariencia
medrosa, con la mansedumbre que el crepúsculo malva, lento y místico, pone el
las cosas conocidas... Los chiquillos se alejan, y en el misterio de las puertas
sin luz, se habla de unos hombres que «sacan el unto a los niños para curar a la
hija del rey, que está hética»...
LX - EL SELLO
Aquél tenía la forma de un reloj, Platero. Se abría la cajita de plata y
aparecía, apretado contra el paño de tinta morada, como un pájaro en su nido. ¡
Qué ilusión cuando, después de oprimirlo un momento contra la palma blanca, fina
y malva de mi mano, aparecía en ella la estampilla: Francisco Ruiz, Moguer.
¡ Cuánto soñé yo con aquel sello de mi amigo del colegio de don Carlos !. Con
una imprentilla que me encontré arriba, en el escritorio viejo de mi casa,
intenté formar uno con mi nombre. Pero no quedaba bien, y sobre todo, era
difícil la impresión. No era como el otro, que con tal facilidad dejaba, aquí y
allá, en un libro, en la pared, en la carne, su letrero: Francisco Ruiz, Moguer.
Un día vino a mi casa, con Arias, el platero de Sevilla, un viajante de
escritorio. ¡ Qué embeleso de reglas, de compases, de tintas de colores, de
sellos ! Los había de todas las formas y tamaños. Yo rompí mi alcancía, y con un
duro que me encontré, encargué un sello con mi nombre y pueblo. ¡ Qué larga
semana aquélla ! ¡ Qué latirme el corazón cuando llegaba el coche del correo ! ¡
Qué sudor triste cuando se alejaban, en la lluvia, los pasos del cartero ! Al
fin, una noche, me lo trajo. Era un breve aparato complicado, con lápiz, pluma,
iniciales para lacre... ¡ qué sé yo ! Y dando a un resorte, aparecía la
estampilla, nuevecita, flamante.
¿ Quedó algo por sellar en mi casa ? ¿ Qué no era mío ? Si otro me pedía el
sello - ¡ cuidado, que se va a gastar !- , ¡ qué angustia ! Al día siguiente,
con qué prisa alegre llevé al colegio todo, libros, blusa, sombrero, botas,
manos, con el letrero: Juan Ramón Jiménez, Moguer.
LXI - LA PERRA PARIDA
La perra de que te hablo, Platero, es la de Lobato, el tirador.
Tú la conoces bien, porque la hemos encontrado muchas veces por el camino de los
Llanos... ¿ Te acuerdas ? Aquella dorada y blanca, como un poniente anubarrado
de mayo... Parió cuatro perritos, y Salud, la lechera, se los llevó a su choza
de las Madres porque se le estaba muriendo un niño y Luis le había dicho que le
diera caldo de perritos. Tú sabes bien lo que hay de la casa de Lobato al puente
de las Madres, por la pasada de las Tablas...
Platero, dicen que la perra anduvo como loca todo aquel día, entrando y
saliendo, asomándose a los caminos, encaramándose en los vallados, oliendo a la
gente... Todavía a la oración la vieron, junto a la casilla del celador, en los
Hornos, aullando tristemente sobre unos sacos de carbón, contra el ocaso.
Tú sabes bien lo que hay de la calle de Enmedio a la pasada de las Tablas...
Cuatro veces fue y vino la perra durante la noche, y cada una se trajo a un
perrito en la boca, Platero. Y al amanecer, cuando Lobato abrió su puerta,
estaba la perra en un umbral mirando dulcemente a su amo, con todos los perritos
agarrados, en torpe temblor, a sus tetillas rosadas y llenas...
LXII - ELLA Y NOSOTROS
Platero; acaso ella se iba - ¿ adónde ?- en aquel tren negro y soleado que, por
la vía alta, cortándose sobre los nubarrones blancos, huía hacia el norte.
Yo estaba abajo, contigo, en el trigo amarillo y ondeante, goteado todo de
sangre de amapolas a las que ya julio ponía la coronita de ceniza. Y las
nubecillas de vapor celeste - ¿ te acuerdas ?- entristecían un momento el sol y
las flores, rodando vanamente hacia la nada...
¡ Breve cabeza rubia, velada de negro !... Era como el retrato de la ilusión en
el marco fugaz de la ventanilla.
Tal vez ella pensara: - ¿ Quiénes serán ese hombre enlutado y ese burrillo de
plata ?
¡ Quiénes habíamos de ser ! Nosotros..., ¿ verdad, Platero ?
LXIII - GORRIONES
La mañana de Santiago está nublada de blanco y gris, como guardada en algodón.
Todos se han ido a misa. Nos hemos quedado en el jardín los gorriones, Platero y
yo.
¡ Los gorriones ! Bajo las redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas
finas, ¡ cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de
los picos ! éste cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe
un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquél ha saltado al
tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el día pardo aviva.
¡ Benditos pájaros, sin fiesta fija ! Con la libre monotonía de lo nativo, de lo
verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas.
Contentos, sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos que
extasían o que amedrentan a los pobres hombres esclavos, sin más moral que la
suya, ni más Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.
Viajan sin dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un
arroyo, presienten una fronda, y sólo tienen que abrir sus alas para conseguir
la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada
momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
Y cuando las gentes, ¡ las pobres gentes !, se van a misa los domingos, cerrado
las puertas, ellos, en un alegre ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto,
con su algarabía fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que
algún poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno - ¿ te juntas conmigo
?- los contemplan fraternales.
LXIV - FRASCO VÉLEZ
Hoy no se puede salir, Platero. Acabo de leer en la plazoleta de los Escribanos
el bando del alcalde:
«Todo Can que transite por los andantes de esa Noble Ciudad de Moguer, sin su
correspondiente Sálamo o bozal, será pasado por las armas por los Agentes de mi
Autoridad.»
Eso quiere decir, Platero, que hay perros rabiosos en el pueblo. Ya ayer noche,
he estado oyendo tiros y más tiros de la «Guardia municipal nocturna consumera
volante», creación también de Frasco Vélez, por el Monturrio, por el Castillo,
por los Trasmuros.
Lolilla, la tonta, dice alto por las puertas y ventanas, que no hay tales perros
rabiosos, y que nuestro alcalde actual, así como el otro, Vasco, vestía al Tonto
de fantasma, busca la soledad que dejan sus tiros, para pasar su aguardiente de
pita y de higo. Pero, ¿ y si fuera verdad y te mordiera un perro rabioso ? ¡ No
quiero pensarlo, Platero !
LXV - EL VERANO
Platero va chorreando sangre, una sangre espesa y morada, de las picaduras de
los tábanos. La chicharra sierra un pino, que nunca llega... Al abrir los ojos,
después de un inmenso sueño instantáneo, el paisaje de arena se me torna blanco,
frío en su ardor, espectral.
Están los jarales bajos constelados de sus grandes flores vagas, rosas de humo,
de gasa, de papel de seda, con las cuatro lágrimas de carmín; y una calina que
asfixia, enyesa los pinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares
negros, se eterniza, mudo, en una rama.
Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar a los rabúos, que
vienen, en grandes bandos celestes, por naranjas...
Cuando llegamos a la sombra del nogal grande, rajo dos sandías, que abren su
escarcha grana y rosa en un largo crujido fresco. Yo me como la mía lentamente,
oyendo, a lo lejos, las vísperas del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar
de la suya, como si fuese agua.
LXVI - FUEGO EN LOS MONTES
¡ La campana gorda !... Tres... cuatro toque... - ¡ Fuego !
Hemos dejado la cena, y, encogido el corazón por la negra angostura de la
escalerilla de madera, hemos subido, en alborotado silencio afanoso, a la
azotea.
... ¡ En el campo de Lucena !- grita Anilla, que ya estaba arriba, escalera
abajo, antes de salir nosotros a la noche... - ¡ Tan, tan, tan, tan ! Al llegar
afuera - ¡ qué respiro !- la campana limpia su duro golpe sonoro y nos amartilla
los oídos y nos aprieta el corazón.
- Es grande, es grande... Es un buen fuego...
Sí. En el negro horizonte de pinos, la llama distante parece quieta en su
recortada limpidez. Es como un esmalte negro y bermellón, igual a aquella «Caza»
de Piero di Cosimo, en donde el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco
puros. A veces brilla con mayor brío; otras lo rojo se hace casi rosa, del color
de la luna naciente... La noche de agosto es alta y parada, y se diría que el
fuego está ya en ella para siempre, como un elemento eterno... Una estrella
fugaz corre medio cielo y se sume en el azul, sobre las Monjas... Estoy
conmigo...
Un rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral, me trae a la realidad... Todos
han bajado... Y en el escalofrío, con que la blandura de la noche, que ya va a
la vendimia, me hiere, siento como si acabara de pasar junto a mí aquel hombre
que yo creía en mi niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe el Pollo -
Oscar Wilde, moguereño- , ya un poco viejo, moreno y con rizos canos, vestida su
afeminada redondez con una chupa negra y un pantalón de grandes cuadros en
blanco y marrón, cuyos bolsillos reventaban de largas cerillas de Gibraltar...
LXVII - EL ARROYO
Este arroyo, Platero, seco ahora, por el que vamos a la dehesa de los Caballos,
está en mis viejos libros amarillos, unas veces como es, al lado del pozo ciego
de su prado, con sus amapolas pasadas de sol y sus damascos caídos; otras, en
superposiciones y cambios alegóricos, mudado, en mi sentimiento, a lugares
remotos, no existentes o sólo sospechados.
Por él, Platero, mi fantasía de niño brilló sonriendo, como un vilano al sol,
con el encanto de los primeros hallazgos, cuando supe que él, el arroyo de los
Llanos, era el mismo arroyo que parte el camino de San Antonio por su
bosquecillo de álamos cantores; que andando por él, seco, en verano, se llegaba
aquí; que echando un barquito de corcho allí, en los álamos en invierno, venía
hasta estos granados, por debajo del puente de las Angustias, refugio mío cuando
pasaban toros...
¡ Qué encanto éste de las imaginaciones de la niñez, Platero, que yo no sé si tú
tienes o has tenido ! Todo va y viene en trueques deleitosos; se mira todo y no
se ve, más que como estampa momentánea de la fantasía... Y anda uno semiciego,
mirando tanto adentro como afuera, volcando, a veces, en la sombra del alma la
carga de imágenes de la vida, o abriendo al sol, como una flor cierta y
poniéndola en una orilla verdadera, la poesía que luego nunca más se encuentra,
del alma iluminada.
LXVIII - DOMINGO
La pregonera vocinglería de la esquila de vuelta, cercana ya, ya distante,
resuena en el cielo de la mañana de fiesta como si todo el azul fuera de
cristal. Y el campo, un poco enfermo ya, parece que se dora de las notas caídas
del alegre revuelo florido.
Todos, hasta el guarda, se han ido al pueblo para ver la procesión. Nos hemos
quedado solos Platero y yo. ¡ Qué paz ! ¡Qué pureza ! ¡ Qué bienestar ! Dejo a
Platero en el prado alto, y yo me echo, bajo un pino lleno de pájaros que no se
van, a leer.
Omar Khayyám...
En el silencio que queda entre dos repiques, el hervidero interno de la mañana
de setiembre cobra presencia y sonido. Las avispas orinegras vuelen en torno de
la parra cargada de sanos racimos moscateles, y las mariposas, que andan
confundidas con las flores, parece que se renuevan, en una metamorfosis de
colorines, al revolar. Es la soledad como un gran pensamiento de luz.
De vez en cuando, Platero deja de comer, y me mira... Yo, de vez en cuando, dejo
de leer, y miro a Platero...
LXIX - EL CANTO DEL GRILLO
Platero y yo conocemos bien, de nuestras correrías nocturnas, el canto del
grillo.
El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es vacilante, bajo y áspero. Muda
de tono, aprende de sí mismo y, poco a poco, va subiendo, va poniéndose en su
sitio, como si fuera buscando la armonía del lugar y de la hora. De pronto, ya
las estrellas en el cielo verde y transparente, cobra el canto un dulzor
melodioso de cascabel libre.
Las frescas brisas moradas van y vienen; se abren del todo las flores de la
noche y vaga por el llano una esencia pura y divina, de confundidos prados
azules, celestes y terrestres. Y el canto del grillo se exalta, llena todo el
campo, es cual la voz de la sombra. No vacila ya, ni se calla. Como surtiendo de
sí propio, cada nota es gemela de la otra, en una hermandad de oscuros
cristales.
Pasan, serenas, las horas. No hay guerra en el mundo y duerme bien el labrador,
viendo el cielo en el fondo alto de su sueño. Tal vez el amor, entre las
enredaderas de la tapia, anda extasiado, los ojos en los ojos. Los habares
mandan al pueblo mensajes de fragancia tierna, cual en una libre adolescencia
candorosa y desnuda. Y los trigos ondean, verdes de luna, suspirando al viento
de las dos, de las tres, de las cuatro... El canto del grillo, de tanto sonar,
se ha perdido...
¡ Aquí está ! ¡ Oh canto del grillo por la madrugada, cuando, corrido de
escalofríos, Platero y yo nos vamos a la cama por las sendas blancas de relente
! La luna se cae, rojiza y soñolienta. Ya el canto está borracho de luna,
embriagado de estrellas, romántico, misterioso, profuso. Es cuando unas grandes
nubes luctuosas, bordeadas de la malva azul y triste, sacan el día de la mar,
lentamente...
LXX - LOS TOROS
¿ A que no sabes, Platero, a qué venían esos niños ? A ver si yo les dejaba que
te llevasen para pedir contigo la llave en los toros de esta tarde. Pero no te
apures tú. Ya les he dicho que no lo piensen siquiera...
¡ Venían locos, Platero ! Todo el pueblo está conmovido con la corrida. La banda
toca desde el alba, rota ya y desentonada, ante las tabernas; van y vienen
coches y caballos calle Nueva arriba, calle Nueva abajo. Ahí detrás, en la
calleja, están preparando el Canario, ese coche amarillo que les gusta tanto a
los niños, para la cuadrilla. Los patios quedan sin flores, para las
presidentas. Da pena ver a los muchachos andando torpemente por las calles con
sus sombreros anchos, sus blusas, su puro, oliendo a cuadra y a aguardiente...
A eso de las dos, Platero, en ese instante de soledad con sol, en ese hueco
claro del día, mientras diestros y presidentas se están vistiendo, tú y yo
saldremos por la puerta falsa y nos iremos por la calleja al campo, como el año
pasado...
¡ Qué hermoso el campo en estos días de fiesta en que todos lo abandonan !
Apenas si en un majuelo, en una huerta, un viejecito se inclina sobre el cepa
agria, sobre el regato puro... A lo lejos sube sobre el pueblo, como una corona
chocarrera, el redondo vocerío, las palmas, la música de la plaza de toros, que
se pierden a medida que uno se va, sereno, hacia la mar... Y el alma, Platero,
se siente reina verdadera de lo que posee por virtud de su sentimiento, del
cuerpo grande y sano de la naturaleza que, respetado, da a quien lo merece el
espectáculo sumiso de su hermosura resplandeciente y eterna.
LXXI - TORMENTA
Miedo, Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo ahoga el amanecer.
(No hay por dónde escapar.) Silencio... El amor se para. Tiembla la culpa. El
remordimiento cierra los ojos. Más silencio... El trueno, sordo, retumbante,
interminable, como un bostezo que no acaba del todo, como una enorme carga de
piedra que cayera del cenit al pueblo, recorre, largamente, la mañana desierta.
(No hay por dónde huir.) Todo lo débil - flores, pájaros- desaparece de la vida.
Tímido, el espanto mira, por la ventana entreabierta, a Dios, que se alumbra
trágicamente. Allá en Oriente, entre desgarrones de nubes, se ven malvas y rosas
tristes, sucios, fríos, que no pueden vencer la negrura. El coche de las seis,
que parecen las cuatro, se siente por la esquina, en un diluvio, cantando el
cochero por espantar el miedo. Luego, un carro de la vendimia, vacío, de prisa.
¡ Ángelus ! Un Ángelus duro y abandonado solloza entre el tronido. ¿ El último
Ángelus del mundo ? Y se quiere que la campana acabe pronto o que suene más,
mucho más, que ahogue la tormenta. Y se va de un lado a otro, y se llora, y no
se sabe lo que se quiere... (No hay por dónde escapar.) Los corazones están
yertos.
Los niños llaman desde todas partes...
- ¿ Qué será de Platero, tan solo en la indefensa cuadra del corral ?
LXXII - VENDIMIA
Este año, Platero, ¡ qué pocos burros han venido con uva !.
Es en balde que los carteles digan con grandes letras: A seis reales. ¿ Dónde
están aquellos burros de Lucena, de Almonte, de Palos, cargados de oro líquido,
prieto, chorreante, como tú, conmigo, de sangre; aquellas recuas que esperaban
horas y horas mientras se desocupaban los lagares ? Corría el mosto por las
calles, y las mujeres y los niños llenaban cántaros, orzas, tinajas...
¡ Qué alegres en aquel tiempo las bodegas, Platero, la bodega del Diezmo ! Bajo
el gran nogal que cayó el tejado, los bodegueros lavaban, cantando, las botas
con un fresco, sonoro y pesado cadeneo; pasaban los trasegadores, desnuda la
pierna, con las jarras de mosto o de sangre de toro, vivas y espumeantes; y allá
en el fondo, bajo el alpende, los toneleros daban redondos golpes huecos,
metidos en la limpia viruta olorosa... Yo entraba en Almirante por una puerta y
salía por la otra - las dos alegres puertas correspondidas, cada una de las
cuales le daba a la otra su estampa de vida y de luz- , entre el cariño de los
bodegueros...
Veinte lagares pisaban día y noche. ¡ Qué locura, qué vértigo, qué ardoroso
optimismo ! Este año, Platero, todos están con las ventanas tabicadas y basta y
sobra con el del corral y con dos o tres lagareros.
Y ahora, Platero, hay que hacer algo, que siempre no vas a estar de holgazán.
... Los otros burros han estado mirando, cargados, a Platero, libre y vago; y
para que no lo quieran mal ni piensen mal de él, me llego con él a la era
vecina, lo cargo de uva y lo paso al lagar, bien despacio, por entre ellos...
Luego me lo llevo de allí disimuladamente...
LXXIII - NOCTURNO
Del pueblo en fiesta, rojamente iluminado hacia el cielo, vienen agrios valses
nostálgicos en el viento suave. La torre se ve, cerrada, lívida, muda y dura, en
el errante limbo violeta, azulado, pajizo... Y allá, tras las bodegas oscuras
del arrabal, la luna caída, amarilla y soñolienta, se pone, solitaria, sobre el
río.
El campo está solo con sus árboles y con la sombra de sus árboles. Hay un canto
roto de grillo, una conversación sonámbula de aguas ocultas, una blandura
húmeda, como si se deshiciesen las estrellas...Platero, desde la tibieza de su
cuadra, rebuzna tristemente.
La cabra andará despierta, y su campanilla insiste agitada, dulce luego. Al fin,
se calla... A lo lejos, hacia Montemayor, rebuzna otro asno... Otro, luego, por
el Vallejuelo... Ladra un perro...
Es la noche tan clara, que las flores del jardín se ven de su color, como en el
día. Por la última casa de la calle de la Fuente, bajo una roja y vacilante
farola, tuerce la esquina un hombre solitario... ¿ yo ? No, yo, en la fragante
penumbra celeste, móvil y dorada, que hacen la luna, las lilas, la brisa y la
sombra, escucho mi hondo corazón sin par... La esfera gira, sudorasa y blanda..
LXXIV - SARITO
Para la vendimia, estando yo una tarde grana en la viña del arroyo, las mujeres
me dijeron que un negrito preguntaba por mí. Iba yo hacia la era, cuando él
venia ya vereda abajo:
- ¡ Sarito !
Era Sarito, el criado de Rosalina, mi novia portorriqueña. Se había escapado de
Sevilla para torear por los pueblos, y venía de Niebla, andando, el capote, dos
veces colorado, al hombro, con hambre y sin dinero.
Los vendimiadores lo acechaban de reojo, en un mal disimulado desprecio; las
mujeres, más por los hombres que por ellas, lo evitaban. Antes, al pasar por el
lagar, se había peleado ya con un muchacho que le había partido una oreja de un
mordisco.
Yo le sonreía y le hablaba afable. Sarito, no atreviéndose a acariciarme a mí
mismo, acariciaba a Platero, que andaba por allí comiendo uva; y me miraba, en
tanto, noblemente...
LXXV - ÚLTIMA SIESTA
¡ Qué triste belleza, amarilla y descolorida, la del sol de la tarde, cuando me
despierto bajo la higuera ! Una brisa seca, embalsamada de derretida jara, me
acaricia el sudoroso despertar. Las grandes hojas, levemente movidas, del blando
árbol viejo, me enlutan o me deslumbran. Parece que me mecieran suavemente en
una cuna que fuese del sol a la sombra, de la sombra al sol.
Lejos, en el pueblo desierto, las campanas de la tres suenan las vísperas, tras
el oleaje de cristal del aire. Oyéndolas, Platero, que me ha robado una gran
sandía de dulce escarcha grana, de pie, inmóvil, me mira con sus enormes ojos
vacilantes, en los que le anda una pegajosa mosca verde.
Frente a sus ojos cansados, mis ojos se me cansan otra vez... Torna la brisa,
cual una mariposa que quisiera volar y a la que, de pronto, se le doblaron las
alas.... las alas... mis párpados flojos, que, de pronto, se cerraran...
LXXVI - LOS FUEGOS
Para septiembre, en las noches de velada, nos poníamos en el cabezo que hay
detrás de la casa del huerto, a sentir el pueblo en fiesta desde aquella paz
fragante que emanaban los nardos de la alberca. Pioza, el viejo guarda de viñas,
borracho en el suelo de la era, tocaba cara a la luna, hora tras hora, su
caracol.
Ya tarde, quemaban los fuegos. Primero eran sordos estampidos enanos; luego,
cohetes sin cola, que se abrían arriba, en un suspiro, cual un ojo estrellado
que viese, un instante, rojo, morado, azul, el campo; y otros cuyo esplendor
caía como una doncellez desnuda que se doblara de espaldas, como un sauce de
sangre que gotease flores de luz. ¡ Oh, qué pavos reales encendidos, qué macizos
aéreos de claras rosas, qué faisanes de fuego por jardines de estrellas.
Platero, cada vez que sonaba un estallido, se estremecía, azul, morado, rojo en
el súbito iluminarse del espacio; y en la claridad vacilante, que agrandaba y
encogía su sombra sobre el cabezo, yo veía sus grandes ojos negros que me
miraban asustados.
Cuando, como remate, entre el lejano vocerío del pueblo, subía al cielo
constelado la áurea corona giradora del castillo, poseedora del trueno gordo,
que hace cerrar los ojos y taparse los oídos a las mujeres, Platero huía entre
las cepas, como alma que lleva el diablo, rebuznando enloquecido hacia los
tranquilos pinos en sombra.
LXXVII - EL VERGEL
Como hemos venido a la Capital, he querido que Platero vea El Vergel... Llegamos
despacito, verja abajo, en la grata sombra de las acacias y de los plátanos, que
están cargados todavía. El paso de Platero resuena en las grandes losas que
abrillanta el riego, azules de cielo a techos y a techos blancas de flor caída
que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y fino.
¡ Qué frescura y qué olor salen del jardín, que empapa también el agua, por la
sucesión de claros de yedra goteante de la verja ! Dentro, juegan los niños. Y
entre su oleada blanca, pasa, chillón y tintineador, el cochecillo del paseo,
con sus banderitas moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero, todo
engalanado de granate y oro, con las jarcias ensartadas de cacahuetes y su
chimenea humeante; la niña de los globos, con su gigantesco racimo volador,
azul, verde y rojo; el barquillero, rendido bajo su lata roja... En el cielo,
por la masa de verdor tocado ya del mal del otoño, donde el ciprés y la palmera
perduran, mejor vistos, la luna amarillenta se va encendiendo, entre nubecillas
rosas...
Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en el vergel, me dice el hombre azul que
lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj de plata:
- Er burro no puéntra, zeñó.
- ¿ El burro ? ¿ Qué burro ? - le digo yo, mirando más allá de Platero,
olvidado, naturalmente, de su forma animal...
- ¡ Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zéee... !
Entonces, ya en la realidad, como Platero «no puede entrar» por ser burro, yo,
por ser hombre, no quiero entrar, y me voy de nuevo con él, verja arriba,
acariciándole y hablándole de otra cosa...
LXXVIII - LA LUNA
Platero acababa de beberse dos cubos de agua con estrellas en el pozo del
corral, y volvía a la cuadra, lento y distraído, entre los altos girasoles. Yo
le aguardaba en la puerta, echado en el quicio de cal y envuelto en la tibia
fragancia de los heliotropos.
Sobre el tejadillo, húmedo de las blanduras de setiembre, dormía el campo
lejano, que mandaba un fuerte aliento de pinos.
Una gran nube negra, como una gigantesca gallina que hubiese puesto un huevo de
oro, puso la luna sobre una colina.
Yo le dije a la luna:
... Ma sola
ha questa luna in ciel, che da nessuno
cader fu vista mai se non in sogno.
Platero la miraba fijamente y sacudía, con un duro ruido blando, una oreja. Me
miraba absorto y sacudía la otra...
LXXIX - ALEGRÍA
Platero juega con Diana, la bella perra blanca que se parece a la luna
creciente, con la vieja cabra gris, con los niños...
Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando su leve campanilla, y
hace como que le muerde los hocicos. Y Platero, poniendo las orejas en punta,
cual dos cuernos de pita, la embiste blandamente y la hace rodar sobre la hierba
en flor.
La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas, tirando con los dientes
de la punta de las espadañas de la carga.
Con una clavellina o con una margarita en la boca, se pone frente a él, le topa
en el testuz, y brinca luego, y bala alegremente, mimosa igual que una mujer...
Entre los niños, Platero es de juguete. ¡ Con qué paciencia sufre sus locuras !
¡ Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose el tonto, para que ellos no se
caigan ! ¡ Cómo los asusta, iniciando, de pronto, un trote falso ! ¡ Claras
tardes del otoño moguereño ! Cuando el aire puro de octubre afila los límpidos
sonidos, sube del valle un alborozo idílico de balidos, de rebuznos, de risas de
niños, de ladreos y de campanillas...
LXXX - PASAN LOS PATOS
He ido a darle agua a Platero. En la noche serena, toda de nubes vagas y
estrellas, se oye, allá arriba, desde el silencio del corral, un incesante pasar
de claros silbidos.
Son los patos. Van tierra adentro, huyendo de la tempestad marina. De vez en
cuando, como si nosotros hubiéramos ascendido o como si ellos hubiesen bajado,
se escuchan los ruidos más leves de sus alas, de sus picos, como cuando, por el
campo, se oye clara la palabra de alguno que va lejos...
Platero, de vez en cuando, deja de beber y levanta la cabeza como yo, como las
mujeres de Millet, a las estrellas, con una blanda nostalgia infinita...
LXXXI - LA NIÑA CHICA
La niña chica era la gloria de Platero. En cuanto de la veía venir hacia él,
entre las lilas, con su vestidillo blanco y su sombrero de arroz, llamándolo
dengosa: - ¡ Platero, Plateriiillo !- , el asnucho quería partir la cuerda, y
saltaba igual que un niño, y rebuznaba loco.
Ella, en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él, y le pegaba
pataditas, le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza rosa, almenada de
grandes dientes amarillos: o, cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance,
lo llamaba con todas las variaciones mimosas de su nombre:- ¡ Platero !
¡Platerón ! ¡ Platerillo ! ¡ Platerete ! ¡ Platerucho !
En los largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la
muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba triste: ¡
Plateriiilo !... Desde la casa oscura y llena de suspiros, se oía, a veces, la
lejana llamada lastimera del amigo. ¡ Oh estío melancólico !
¡ Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro ! Setiembre, rosa y oro, como
ahora, declinaba. Desde el cementerio ¡ cómo resonaba la campana de vuelta en el
ocaso abierto, camino de la gloria !... Volví por las tapias, solo y mustio,
entré en la casa por la puerta del corral y, huyendo de los hombres, me fui a la
cuadra y me senté a pensar, con Platero.
LXXXII - EL PASTOR
En la colina, que la hora morada va tornando oscura y medrosa, el pastorcillo,
negro contra el verde ocaso de cristal, silba en su pito, bajo el temblor de
Venus. Enredadas en las flores, que huelen más y ya no se ven, cuyo aroma las
exalta hasta darles forma en la sombra en que están perdidas, tintinean paradas,
las esquilas claras y dulces del rebaño, disperso un momento, antes de entrar al
pueblo, en el paraje conocido.
-Zeñorito, zi eze gurro juera mío...
El chiquillo, más moreno y más idílico en la hora dudosa, recogiendo en los ojos
rápidos cualquier brillantez del instante, parece uno de aquellos mendiguillos
que pintó Bartolomé Esteban, el buen sevillano.
Yo le daría el burro... Pero ¿qué iba yo a hacer sin ti, Platero?
La luna, que sube, redonda, sobre la ermita de Montemayor, se ha ido derramando
suavemente por el prado, donde aún yerran vagas claridades del día; y el suelo
florido parece ahora de ensueño, no sé qué encaje primitivo y bello; y las rocas
son más grandes, más inminentes y más tristes; y llora más el agua del regato
invisible...
Y el pastorcillo grita, codicioso, ya lejos:
- ¡Ayn! Zi eze gurro juera míooo...
LXXXIII - EL CANARIO SE MUERE
Mira, Platero, el canario de los niños ha amanecido hoy muerto en su jaula de
plata. Es verdad que el pobre estaba ya muy viejo... El invierno último, tú te
acuerdas bien, lo pasó silencioso, con la cabeza escondida en el plumón. Y al
entrar esta primavera, cuando el sol hacía jardín la estancia abierta y abrían
las mejores rosas del patio, él quiso también engalanar la vida nueva, y cantó
pero su voz era quebradiza y asmática, como la voz de una flauta cascada.
El mayor de los niños, que lo cuidaba, viéndolo yerto en el fondo de la jaula,
se ha apresurado, lloroso, a decir ¡Puej no l’a faltao na: ni comida, ni agua!
No. No le ha faltado nada, Platero. “Se ha muerto porque sí” , diría Campoamor,
otro canario viejo... ¿habrá un paraíso de los pájaros? ¿Ha Platero, habrá un
vergel verde sobre el cielo azul, todo en flor de rosales áureos, con almas de
pájaros blancos, rosas, celestes, amarillos? Oye, a la noche, los niños, tú y yo
bajaremos el pájaro muerto al jardín. La luna está ahora llena, y a su pálida
plata, el pobre cantor, en la mano cándida de Blanca, parecerá el pétalo mustio
de un lirio amarillento Y lo enterraremos en la tierra del rosal grande. A la
primavera, Platero, hemos de ver al pájaro salir del corazón de una rosa blanca.
El aire fragante se pondrá canoro, y habrá por el sol de abril un errar
encantado de alas invisibles y un reguero secreto de trinos claros de oro puro.
LXXXIV - LA COLINA
¿No me has visto nunca, Platero, echado en la colina, romántico y clásico a un
tiempo? ...Pasan los toros, los perros, los cuervos, y no me muevo, ni siquiera
miro. Llega la noche, y sólo me voy cuando la sombra me quita. No sé cuándo me
vi allí por vez primera y aún dudo si estuve nunca. Ya sabes qué colina digo; la
colina roja aquella que se levanta, como un torso de hombre y de mujer, sobre la
viña vieja de Cobano.
En ella he leído cuanto he leído y he pensado todos mis pensamientos.
En todos los museos vi este cuadro mío, pintado por mí mismo: yo, de negro,
echado en la arena, de espaldas a mí, digo a ti o a quien mirara, con mi idea
libre entre mis ojos y el Poniente.
Me llaman, a ver si voy ya a comer o a dormir, desde la casa de la Piña. Creo
que voy, pero no sé si me quedo allí. Y yo estoy cierto, Platero, de que ahora
no estoy aquí, contigo, ni nunca en donde esté, ni en la tumba ya muerto; sino
en la colina roja, clásica a un tiempo y romántica, mirando, con un libro en la
mano, ponerse el sol sobre el río...
LXXXV - EL OTOÑO
Ya el sol, Platero, empieza a sentir pereza de salir de sus sábanas, y los
labradores madrugan más que él. Es verdad que está desnudo y que hace fresco.
¡Cómo sopla el Norte! Mira, por el suelo, las ramitas caídas; es el viento tan
agudo, tan derecho, que están todas paralelas, apuntadas al Sur.
El arado va, como una tosca arma de guerra, a la labor alegre de la paz,
Platero; y en la ancha senda húmeda, los árboles amarillos, seguros de verdecer,
alumbran, a un lado y otro, vivamente, como suaves hogueras de oro claro,
nuestro rápido caminar.
LXXXVI - EL PERRO ATADO
La entrada del otoño es para mí, Platero, un perro atado, ladrando limpia y
largamente, en la soledad de un corral, de un patio o de un jardín, que
comienzan con la tarde a ponerse fríos y tristes... Dondequiera que estoy,
Platero, oigo siempre, en estos días que van siendo cada vez más amarillos, ese
perro atado, que ladra al sol de ocaso...
Su ladrido me trae, como nada, la elegía. Son los instantes en que la vida anda
toda en el oro que se va, como el corazón de un avaro en la última onza de su
tesoro que se arruina. Y el oro existe apenas, recogido en el alma avaramente y
puesto por ella en todas partes, como los niños cogen el sol con un pedacito de
espejo y lo llevan a las paredes en sombra, uniendo en una sola las imágenes de
la mariposa y de la hoja seca...
Los gorriones, los mirlos, van subiendo de rama en rama en el naranjo o en la
acacia, más altos cada vez con el sol. El sol se torna rosa, malva... La belleza
hace eterno el momento fugaz y sin latido, como muerto para siempre aún vivo. Y
el perro le ladra, agudo y ardiente, sintiéndola tal vez morir, a la belleza...
LXXXVII - LA TORTUGA GRIEGA
Nos la encontramos mi hermano y yo volviendo, un mediodía, del colegio por la
callejilla. Era en agosto- ¡aquel cielo azul Prusia, negro casi, Platero!-, y
para que no pasáramos tanto calor, nos traían por allí, que era más cerca...
Entre la hierba de la pared del granero, casi como tierra, un poco protegida por
la sombra del Canario, el viejo familiar amarillo que en aquel rincón se pudría,
estaba, indefensa. La cogimos, asustados, con la ayuda de la mandadera y
entramos en casa anhelantes, gritando: “¡Una tortuga, una tortuga!” Luego la
regamos, porque estaba muy sucia, y salieron, como de una calcomanía, unos
dibujos en oro y negro...
Don Joaquín de la Oliva, el Pájaro Verde y otros que oyeron a éstos, nos dijeron
que era una tortuga griega. Luego, cuando en los Jesuítas estudié yo Historia
Natural, la encontré pintada en el libro, igual a ella en un todo, con ese
nombre; y la vi embalsamada en la vitrina grande, con un cartelito que rezaba
ese nombre también. Así, no cabe duda, Platero, de que es una tortuga griega.
Ahí está, desde entonces. De niños hicimos con ella algunas perrerías: la
columpiábamos en el trapecio, le echábamos a Lord, la teníamos días enteros boca
arriba... Una vez, el Sordito le dio un tiro para que viéramos lo dura que era.
Rebotaron los plomos, y uno fue a matar un pobre palomo blanco que estaba
bebiendo bajo el peral.
Pasan meses y meses sin que se la vea. Un día, de pronto, aparece en el carbón,
fija, como muerta. A veces, un nido de huevos hueros, son señal de su estancia
en algún sitio; come con las gallinas, con los palomos, con los gorriones, y lo
que más le gusta es el tomate. A veces, en primavera, se enseñorea del corral, y
parece que ha echado de su seca vejez eterna y sola una rama nueva; que se ha
dado a luz a sí misma para otro siglo...
LXXXVIII - TARDE DE OCTUBRE
Han pasado las vacaciones y, con las primeras hojas amarillas, los niños han
vuelto al colegio. Soledad. El sol de la casa, también con hojas caídas, parece
vacío, En la ilusión suenan gritos lejanos y remotas risas...
Sobre los rosales, aún con flor, cae la tarde, lentamente. Las lumbres del ocaso
prenden las últimas rosas, y el jardín, alzando como una llama de fragancia
hacia el incendio del Poniente, huele todo a rosas quemadas. Silencio.
Platero, aburrido como yo, no sabe qué hacer. Poco a poco se viene a mí, duda un
punto, y, al fin, confiado, pisando seco y duro en los ladrillos, se entra
conmigo por la casa...
LXXXIX - ANTONIA
El arroyo traía tanta agua, que los lirios amarillos, firme gala de oro de sus
márgenes en el estío, se ahogaban en aislada dispersión, donando a la corriente
fugitiva, pétalo a pétalo, su belleza...
¿Por dónde iba a pasarlo Antoñilla con aquel traje dominguero?. Las piedras que
pusimos se hundieron en el fango. La muchacha siguió, orilla arriba, hasta el
vallado de los chopos, a ver si por allí podía... No podía... Entonces yo le
ofrecí a Platero, galante.
Al hablarle yo, Antoñilla se encendió toda, que mando su arrebol las pecas que
picaban de ingenuidad el contorno de su mirada gris. Luego se echó a reír,
súbitamente, contra un árbol... Al fin se decidió. Tiró a la hierba el pañuelo
rosa de estambre, corrió un punto y, ágil como una galga, se escarranchó sobre
Platero, dejando colgadas a un lado y otro sus duras piernas, que redondeaban,
en no sospechada madurez, los círculos rojos y blancos de las medias bastas.
Platero lo pensó un momento, y, dando un salto seguro, se clavó en la otra
orilla. Luego, como Antoñilla, entre cuyo rubor y yo estaba ya el arroyo, le
taconeara en la barriga, salió trotando por el llano, entre el reír de oro y
plata de la muchacha morena sacudida.
...Olía a lirio, a agua, a amor. Cual una corona de rosas con espinas, el verso
que Shakespeare hizo decir a Cleopatra, me ceñía, redondo, el pensamiento:
¡O happy horse, ro bear the weight of Antony!
-¡Platero!- le grité, al fin, iracundo, violento y desentonado...
XC - EL RACIMO OLVIDADO
Después de las largas lluvias de octubre, en el oro celeste del día abierto, nos
fuimos todos a las viñas. Platero llevaba la merienda y los sombreros de las
niñas en un cobujón del seroncillo, y en el otro, de contrapeso, tierna, blanca
y rosa, como una flor de albérchigo, a Blanca.
¡Qué encanto el del campo renovado! Iban los arroyos rebosantes, estaban
blandamente aradas las tierras, y en los chopos marginales, festoneados todavía
de amarillo, se veían ya los pájaros, negros.
De pronto, las niñas, una tras otra, corrieron, gritando:
-¡Un raciiimo! ¡Un raciiimo!
En una cepa vieja, cuyos largos sarmientos enredados mostraban aún algunas
renegridas y carmíneas hojas secas, encendía el picante sol un claro y sano
racimo de ámbar, brilloso como la mujer en su otoño. ¡Todas lo querían!
Victoria, que lo cogió, lo defendía a su espalda. Entonces yo se lo pedí, y
ella, con esa dulce obediencia voluntaria que presta al hombre la niña que va
para mujer, me lo cedió de buen grado.
Tenía el racimo cinco grandes uvas. Le di una a Victoria, una a Blanca, una a
Lola, una a Pepa-¡los niños!-, y la última, entre risas y palmas unánimes, a
Platero, que la cogió, brusco, con sus dientes enormes.
XCI - ALMIRANTE
Tú no lo conociste. Se lo llevaron antes que tú vinieras. De él aprendí la
nobleza. Como ves, la tabla con su nombre sigue sobre el pesebre que fue suyo,
en el que están su silla, su bocado y su cabestro.
¡Qué ilusión cuando entró en el corral por vez primera, Platero! Era marismeño y
con él venía a mí un cúmulo de fuerza, de vivacidad, de alegría. ¡Qué bonito
era! Todas las mañanas, muy temprano, me iba con él ribera abajo y galopaba por
las marismas levantando las bandadas de grajos que me rodeaban por los molinos
cerrados. Luego subía por la carretera y entraba, en duro y cerrado trote corto,
por la calle Nueva.
Una tarde de invierno vino a mi casa monsieur Dupont, el de las bodegas de San
Juan, su fusta en la mano. Dejó sobre el velador de la salita unos billetes y se
fue con Lauro hacia el corral. Después, ya anochecido, como en un sueño, vi
pasar por la ventana a monsieur Dupont con Almirante, enganchado en su charret,
calle Nueva arriba, entre la lluvia.
No sé cuántos días tuve el corazón encogido. Hubo que llamar al médico y me
dieron bromuro y éter y no sé qué más, hasta que el tiempo, que todo lo borra,
me lo quitó del pensamiento, como me quitó a Lord y a la niña también, Platero.
Sí, Platero. ¡ Qué buenos amigos hubierais sido Almirante y tú!
XCII - VIÑETA
Platero, en los húmedos y blandos surcos paralelos de la oscura haza recién
arada, por los que corre ya otra vez un ligero brote de verdor de las semillas
removidas, el sol, cuya carrera es ya tan corta, siembra, al ponerse, largos
regueros de oro sensitivo. Los pájaros frioleros se van, en grandes y altos
bandos, al Moro. La más leve ráfaga de viento desnuda ramas enteras de sus
últimas bojas amarillas.
La estación convida a miramos el alma, Platero. Ahora tendremos otro amigo: el
libro nuevo, escogido y noble. Y el campo todo se nos mostrará abierto, ante el
libro abierto, propicio en su desnudez al imfinito y sostenido pensamiento
solitario.
Mira, Platero, este árbol que, verde y susurrante, cobijó, no hace un mes aún,
nuestra siesta. Solo, pequeño y seco, se recorta, con un pájaro negro entre las
hojas que le quedan, sobre la triste vehemencia amarilla del rápido Poniente.
XCIII - LA ESCAMA
Desde la calle de la Aceña, Platero, Moguer es otro pueblo. Allí empieza el
barrio de los ma rineros. La gente habla de otro modo, con términos marinos, con
imágenes libres y vistosas. Visten mejor los hombres, tienen cadenas pesadas y
fuman buenos cigarros y pipas largas. ¡Qué diferencia entre un hombre sobrio,
seco y sencillo de la Carretería, por ejemplo, Raposo, y un hombre alegre,
moreno y rubio, Picón, tú lo conoces, de la calle de la Ribera!
Granadilla, la hija del sacristán de San Francisco, es de la calle del Coral.
Cuando vienen algún día a casa, deja la cocina vibrando de su viva charla
gráfica. Las criadas, que son una de la Friseta, otra del Monturrio, otra de los
Hornos, la oyen embobadas. Cuenta de Cádiz, de Tarifa y de la Isla; habla de
tabaco de contrabando, de telas de Inglaterra, de medias de seda, de plata, de
oro... Luego sale taconeando y contoneándose, ceñida su figulina ligera y rizada
en el fino pañuelo negro de espuma...
Las criadas se quedan comentando sus palabras de colores. Veo a Montemayor
mirando una escama de pescado contra el sol, tapado el ojo izquierdo con la
mano... Cuando le pregunto qué hace, me responde que es la Virgen del Carmen,
que se ve, bajo el arco iris, con su manto abierto y bordado, en la escama; la
Virgen del Carmen, la Patrona de los marineros; que es verdad, que se lo ha
dicho Granadilla...
XCIV - PINITO
¡Eese!... !Eese!... ¡Eese!... ¡... maj tonto que Pinitooo!...
Casi se me había olvidado quién era Pinito. Ahora, Platero, en este sol suave
del otoño, que hace de los vallados de arena roja un incendio más colorado que
caliente, la voz de ese chiquillo me hace, de pronto, ver venir a nosotros,
subiendo la cuesta con una carga de sarmientos renegridos, al pobre Pinito.
Aparece en mi memoria y se borra otra vez. Apenas puedo recordarlo. Lo veo, un
punto, seco, moreno, ágil, con un resto de belleza en su sucia fealdad; mas, al
querer fijar mejor su imagen, se me escapa todo, como un sueño con la mañana, y
ya no sé tampoco si lo que pensaba era de él... Quizá iba corriendo casi en
cueros por la calle Nueva, en una mañana de agua, apedreado por los chiquillos;
o, en un crepúsculo invernal, tornaba, cabizbajo y dando tumbos, por las tapias
del cementerio viejo, al Molino de viento, a su cueva sin alquiler, cerca de los
perros muertos, de los montones de basura y con los mendigos forasteros.
-... maj tonto que Pinitooo!... ¡Eese!...
¡Qué daría yo, Platero, por haber hablado una vez sola con Pinito, El pobre
murió, según dice la Macaria, de una borrachera, en casa de las Colillas, en la
gavia del Castillo, hace ya mucho tiempo, cuando era yo niño aún, como tú ahora,
Platero. Pero ¿sería tonto? ¿Cómo, cómo sería?
Platero, muerto él sin saber yo cómo era, ya sabes que, según ese chiquillo,
hijo de una madre que lo conoció sin duda, yo soy más tonto que Pinito.
XCV - EL RÍO
Mira, Platero, cómo han puesto el río entre las minas, el mal corazón y el
padrastreo. Apenas si su agua roja recoge aquí y allá, esta tarde, entre el
fango violeta y amarillo, el sol poniente; y por su cauce casi sólo pueden ir
barcas de juguete.
¡Qué pobreza!
Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes, bergantines, faluchos-El
Lobo, La joven Eloísa, el San Cayetano, que era de mi padre y que mandaba el
pobre Quintero; La Estrella, de mi tío, que, mandaba Picón-, ponían sobre el
cielo de San Juan la confusión alegre de sus mástiles-¡sus palos mayores,
asombro de los niños!-; o iban a Málaga, a Cádiz, a Gibraltar, hundidos de tanta
carga de vino... Entre ellos, las lanchas complicaban el oleaje con sus ojos,
sus santos y sus nombres pintados de verde, de azul, de blanco, de amarillo, de
carmín... Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones, anguilas,
lenguados, cangrejos... El cobre de Riotinto lo ha envenenado todo. Y menos mal,
Platero, que con el asco de los ricos comen los pobres la pesca miserable de
hoy... Pero el falucho, el bergantín, el laúd, todos se perdieron.
¡Qué miseria! ¡Ya el Cristo no ve el aguaje alto en las mareas! Sólo queda, leve
hilo de sangre de un muerto, mendigo harapiento y seco, la exangüe corriente del
río, color de hierro igual que este ocaso rojo sobre el que La Estrella,
desarmada, negra y podrida, al cielo la quilla mellada, recorta como una espina
de pescado su quemada mole, en donde juegan, cual en mi pobre corazón las
ansias, los niños de los carabineros.
XCVI - LA GRANADA
¡Qué hermosa esta granada, Platero! Me la ha mandado Aguedilla, escogida de lo
mejor de su arroyo de las Monjas. Ninguna fruta me hace pensar, como ésta, en la
frescura del agua que la nutre. Estalla de salud fresca y fuerte. ¿Vamos a
comérnosla?
¡Platero, qué grato gusto amargo y seco el de la piel, dura y agarrada como una
raíz a la tierra! Ahora, el primer dulzor, aurora hecha breve rubí, de los
granos que se vienen pegados a la piel. Ahora, Platero, el núcleo apretado,
sano, completo, con sus velos finos, el exquisito tesoro de amatistas
comestibles, jugosas y fuertes, como el corazón de no sé qué reina joven. ¡Qué
llena está, Platero! Ten, come. ¡Qué rica! ¡Con qué fruición se pierden los
dientes en la abundante sazón alegre y roja! Espera, que no puedo hablar. Da al
gusto una sensación como la del ojo perdido en el laberinto de colores inquietos
de un calidoscopio. ¡Se acabó!
Yo ya no tengo granados, Platero. Tú no viste los del corralón de la bodega de
la calle de las Flores. Ibamos por las tardes... Por las tapias caídas se veían
los corrales de las casas de la calle del Coral, cada uno con su encanto, y el
campo, y el río. Se oía el toque de las cornetas de los carabineros y la fragua
de Sierra... Era el descubrimiento de una parte nueva del pueblo que no era la
mía, en su plena poesía diaria. Caía el sol y los granados se incendiaban como
ricos tesoros, junto al pozo en sombra que desbarataba la higuera llena de
salamanquesas...
¡Granada, fruta de Moguer, gala de su escudo! ¡Granadas abiertas al sol grana
del ocaso! ¡Granadas del huerto de las Monjas, de la cañada del Peral, de
Sabariego, con los reposados valles hondos con arroyos donde se queda el cielo
rosa, como en mi pensamiento, hasta bien entrada la noche!
XCVII - EL CEMENTERIO VIEJO
Yo quería, Platero, que tú entraras aquí conmigo; por eso te he metido, entre
los burros del ladrillero, sin que te vea el enterrador. Ya estamos en el
silencio... Anda...
Mira, éste es el patio de San José. Ese rincón umbrío y verde, con la verja
caída, es el cementerio de los curas... Este patinillo encalado que se funde,
sobre el Poniente, en el sol vibrante de las tres, es el patio de los niños...
Anda... El Almirante... Doña Benita... La zanja de los pobres, Platero... ¡Cómo
entran y salen los gorriones de los cipreses! ¡Míralos qué alegres! Esa abubilla
que ves ahí, en la salvia, tiene el nido en un nicho... Los niños del
enterrador. Mira con qué gusto se comen su pan con manteca colorada... Platero,
mira esas dos mariposas blancas...
El patio nuevo... Espera... ¿Oyes? Los cascabeles... Es el coche de las tres,
que va por la carretera a la estación... Esos pinos son los del Molino de
viento... Doña Lutgarda... El capitán... Alfredito Ramos, que traje yo, en su
cajita blanca, de niño, una tarde de primavera, con mi hermano, con Pepe Sáenz y
con Antonio Rivero... ¡Calla...! El tren de Riotinto que pasa por el puente...
Sigue... La pobre Carmen, la tísica, tan bonita, Platero... Mira esa rosa con
sol... Aquí está la niña, aquel nardo que no pudo con sus ojos negros... Y aquí,
Platero, está mi padre...
Platero...
XCVIII - LIPIANI
Échate a un lado, Platero, y deja pasar a los niños de la escuela.
Es jueves, como sabes, y han venido al campo. Unos días los lleva Lipiani a lo
del padre Castellano; otros, al puente de las Angustias; otros, a la Pila. Hoy
se conoce que Lipiani está de humor, y, como ves, los ha traído hasta la Ermita.
Algunas veces he pensado que Lipiani te deshombrara-ya sabes lo que es desasnar
a un niño, según palabra de nuestro alcalde- ;pero me temo que te murieras de
hambre. Porque el pobre Lipiani, con el pretexto de la hermandad en Dios y
aquello de que los niños se acerquen a mí, que él explica a su modo, hace que
cada niño reparta con él su merienda, las tardes de campo, que él menudea, y así
se come trece mitades él solo.
¡Mira qué contentos van todos! Los niños, como corazonazos mal vestidos, rojos y
palpitantes, traspasados de la ardorosa fuerza de esta alegre y picante tarde de
octubre. Lipiani, contoneando su mole blanda en el ceñido traje canela de
cuadros, que fue de Boria, sonriente su gran barba entrecana con la promesa de
la comilona bajo el pino... Se queda el campo vibrando a su paso como un metal
policromo, igual que la campana gorda que ahora, calladas ya a sus vísperas,
sigue zumbando sobre el pueblo como un gran abejorro verde, en la torre de oro
desde donde ella ve la mar.
XCIX - EL CASTILLO
¡Qué bello está el cielo esta tarde, Platero, con su metálica luz de otoño, como
una ancha espada de oro limpio! Me gusta venir por aquí, porque desde esta
cuesta en soledad se ve bien el ponerse del sol y nadie nos estorba, ni nosotros
inquietamos a nadie...
Sólo una casa hay, blanca y azul, entre las bodegas y los muros sucios que
bordean el jaramago y la ortiga, y se diría que nadie vive en ella. Este es el
nocturno campo de amor de la Colilla y de su hija, esas buenas mozas blancas,
iguales casi, vestidas siempre de negro. En esta gavía es donde se murió Pinito
y donde estuvo dos días sin que lo viera nadie. Aquí pusieron los cañones cuando
vinieron los artilleros. A don Ignacio, ya tú lo has visto, confiado, con su
contrabando de aguardiente. Además, los toros entran por aquí de las Angustias,
y no hay ni chiquillos siquiera.
...Mira la viña por el arco del puente de la gavia, roja y decadente, con los
hornos de ladrillo y el río violeta al fondo. Mira las marismas, solas. Mira
cómo el sol poniente, al manifestarse, grande y grana, como un dios visible,
atrae a él el éxtasis de todo y se hunde, en la raya de mar que está detrás de
Huelva, en el absoluto silencio que le rinde el mundo; es decir, Moguer, su
campo, tú y yo, Platero.
C - LA PLAZA VIEJA DE TOROS
Una vez más pasa por mí, Platero, en incogible ráfaga, la visión aquella de la
plaza vieja de toros que se quemó una tarde... de..., que se quemó, yo no sé
cuándo...
Ni sé tampoco cómo era por dentro... Guardo una idea de haber visto- ¿o fue en
una estampa de las que venían en el chocolate que me daba Manolito Flórez?- unos
perros chatos, pequeños y grises, como de maciza goma, echados al aire por un
toro negro... Y una redonda soledad absoluta, con una alta hierba muy verde...
Sólo sé cómo era por fuera, digo por encima; es decir, lo que no era plaza...
Pero no había gente... Yo daba, corriendo, la vuelta por las gradas de pino, con
la ilusión de estar en una plaza de toros buena y verdadera, como las de
aquellas estampas, más alto cada vez; y, en el anochecer de agua que se venía
encima, se me entró, para siempre, en el alma, un paisaje lejano de un rico
verdor negro, a la sombra, digo, al frío del nubarrón, con el horizonte de
pinares recortado sobre una sola y leve claridad corrida y blanca, allá sobre el
mar...
Nada más... ¿Qué tiempo estuve allí? ¿Quién me sacó? ¿Cuándo fue? No lo sé, ni
nadie me lo ha dicho, Platero... Pero todos me responden cuando les hablo de
-Sí; la plaza del Castillo, que se quemó... Entonces sí que venían toreros de
Moguer...
CI - EL ECO
El paraje es tan solo, que parece que siempre hay alguien por él. De vuelta de
los montes, los cazadores alargan por aquí el paso y se suben por los vallados
para ver más lejos. Se dice que, en sus correrías por este término, hacía noche
aquí Parrales, el bandido... La roca roja está contra el naciente y, arriba,
alguna cabra desviada, se recorta, a veces, contra la luna amarilla del
anochecer. En la pradera, una charca que solamente seca agosto, coge pedazos de
cielo amarillo, verde, rosa, ciega casi por las piedras que desde lo alto tiran
los chiquillos a las ranas, o por levantar el agua en un remolino estrepitoso.
...He parado a Platero en la vuelta del camino, junto al algarrobo que cierra la
entrada del prado negro todo de sus alfanjes secos; y aumentando mi boca con mis
manos, he gritado contra la roca: “¡Platero!”
La roca, con respuesta seca, endulzada un poco por el contagio del agua próxima,
ha dicho: “¡Platero!”
Platero ha vuelto, rápido, la cabeza, irguiéndola y fortaleciéndola, y con un
impulso de arrancar, se ha estremecido.
“¡Platero!”, he gritado de nuevo a la roca.
La roca de nuevo ha dicho: “¡Platero!”
Platero me ha mirado, ha mirado a la roca y, remangando el labio, ha puesto un
interminable rebuzno contra el cenit.
La roca ha rebuznado larga y oscuramente con él en un rebuzno paralelo al suyo,
con el fin más largo.
Platero ha vuelto a rebuznar.
La roca ha vuelto a rebuznar.
Entonces, Platero, en un rudo alboroto testarudo,se ha cerrado como un día malo,
ha empezado a dar vueltas con el testuz o en el suelo, queriendo romper la
cabezada, huir, dejarme solo, hasta que me lo he ido trayendo con palabras
bajas, y poco a poco su rebuzno se ha ido quedando solo en su rebuzno, entre las
chumberas.
CII - SUSTO
Era la comida de los niños. Soñaba la lámpara su rosada lumbre tibia sobre el
mantel de nieve y los geranios rojos y las pintadas manzanas coloreaban de una
áspera alegría fuerte aquel sencillo idilio de caras inocentes. Las niñas comían
como mujeres; los niños discutían como algunos hombres. Al fondo, dando el pecho
blanco al pequeñuelo, la madre, joven, rubia y bella, los miraba sonriendo. Por
la ventana del jardín, la clara noche de estrellas temblaba, dura y fría. De
pronto, Blanca huyó, como un débil rayo, a los brazos de la madre. Hubo un
súbito silencio, y luego, en un estrépito de sillas caídas, todos corrieron tras
ella, con un raudo alborotar, mirando espantados a la ventana.
¡El tonto de Platero! Puesta en el cristal su cabezota blanca, agigantada por la
sombra, los cristales y el miedo, contemplaba, quieto y triste, el dulce comedor
encendido.
CIII - LA FUENTEVIEJA
Blanca siempre sobre el pinar siempre verde; rosa o azul, siendo blanca, en la
aurora; de oro o malva en la tarde, siendo blanca; verde o celeste, siendo
blanca en la noche; la Fuente vieja, Platero, donde tantas veces me has visto
parado tanto tiempo, encierra en sí, como una clave o una tumba, toda la elegía
del mundo, es decir, el sentimiento de la vida verdadera. En ella he visto el
Partenón, las Pirámides, las catedrales todas. Cada vez que una fuente, un
mausoleo, un pórtico me desvelaron con la insistente permanencia de su belleza,
alternaba en mi duermevela su imagen con la imagen de la Fuente vieja. De ella
fui a todo. De todo torné a ella. De tal manera está en su sitio, tal armoniosa
sencillez la eterniza, el color y la luz son suyos tan por entero, que casi se
podría coger de ella en la mano, como su agua, el caudal completo de la vida. La
pintó Böcklin sobre Grecia; fray Luis la tradujo; Beethoven la inundó de alegre
llanto; Miguel Ángel se la dio a Rodin.
Es la cuna y es la boda; es la canción y es el soneto; es la realidad y es la
alegría; es la muerte. Muerta está ahí, Platero, esta noche, como una carne de
mármol entre el oscuro y blando verdor rumoroso; muerta, manando de mi alma el
agua de mi eternidad.
CIV - CAMINO
¡Qué de hojas han caído la noche pasada, Platero! Parece que los árboles han
dado una vuelta y tienen la copa en el suelo y en el cielo las raíces, en un
anhelo de sembrarse en él. Mira ese chopo: parece Lucía, la muchacha titiritera
del circo, cuando, derramada la cabellera de fuego en la alfombra, levanta,
unidas, sus finas piernas bellas, que alarga la malla gris. Ahora, Platero,
desde la desnudez de las ramas, los pájaros nos verán entre las hojas de oro,
como nosotros los veíamos a ellos entre las hojas verdes, en la primavera. La
canción suave que antes cantaron las hojas arriba, ¡en qué seca oración
arrastrada se ha tornado abajo! ¿ Ves el campo, Platero, todo lleno de hojas
secas? Cuando volvamos por aquí, el domingo que viene, no verás una sola. No sé
dónde se mueren. Los pájaros, en su amor de la primavera, han debido de decirles
el secreto de ese morir bello y oculto, que no tendremos tú ni yo, Platero...
CV - PIÑONES
Ahí viene, por el sol de la calle Nueva, la chiquilla de los piñones. Los trae
crudos y tostados. Voy a comprarle, para ti y para mí, una perra gorda de
piñones tostados, Platero. Noviembre superpone invierno y verano en días dorados
y azules. Pica el sol, y las venas se hinchan como sanguijuelas, redondas y
azules... Por las blancas calles tranquilas y limpias pasa el liencero de la
Mancha con su fardo gris al hombro; el quincallero de Lucena, todo cargado de
luz amarilla, sonando su tin tan que recoge en cada sonido el sol... Y, lenta,
pegada a la pared, pintando con cisco, en larga raya, la cal, doblada con su
espuerta, la niña de la
Arena, que pregona larga y sentidamente: “¡A loj tojtaiiitoooj piñoneee...!”
Los novios los comen juntos en las puertas, trocando, entre sonrisas de llama,
meollos escogidos. Los niños que van al colegio, van partiéndolos en los
umbrales con una piedra... Me acuerdo que, siendo yo niño, íbamos al naranjal de
Mariano, en los Arroyos, las tardes de invierno. Llevábamos un pañuelo de
piñones tostados, y toda mi ilusión era llevar la navaja con que los partíamos,
una navaja de cabo de nácar, labrada en forma de pez, con dos ojitos
correspondidos de rubí, al través de los cuales se veía la torre Eiffel... ¡Qué
gusto tan bueno dejan en la boca los piñones tostados, Platero! ¡Dan un brío, un
optimismo! Se siente uno con ellos seguro en el sol de la estación fría, como
hecho ya monumento inmortal, y se anda con ruido, y se lleva sin peso la ropa de
invierno, y hasta echaría uno un pulso con León, Platero, o con el Manquito, el
mozo de los coches...
CVI - EL TORO HUIDO
Cuando llego yo, con Platero, al naranjal, todavía la sombra está en la cañada,
blanca de la uña de león con escarcha. El sol aún no da oro al cielo incoloro y
fúlgido, sobre el que la colina de chaparros dibuja sus más finas aulagas... De
cuando en cuando, un blando rumor ancho y prolongado me hace alzar los ojos. Son
los estorninos, que vuelven a los olivares, en largos bandos, cambiando en
evoluciones ideales...
Toco las palmas... El eco... ¡Manuel! .... Nadie... De pronto, un rápido rumor
grande y redondo... El corazón late con un presentimiento de todo su tamaño. Me
escondo, con Platero, en la higuera vieja... Sí, ahí va. Un toro colorado pasa,
dueño de la mañana, olfateando, mugiendo, destrozando por capricho lo que
encuentra. Se para un momento en la colina y llena el valle, hasta el cielo, de
un lamento corto y terrible. Los estorninos, sin miedo, siguen pasando con un
rumor que el latido de mi corazón ahoga, sobre el cielo de rosa. En una
polvareda, que el sol que asoma ya toca de cobre, el toro baja, entre las pitas,
al pozo. Bebe un momento, y luego, soberbio, campeador, mayor que el campo, se
va, cuesta arriba, los cuernos colgados de despojos de vid, hacia el monte, y se
pierde, al fin, entre los ojos ávidos y la deslumbrante aurora, ya de oro puro.
CVII - IDILIO DE NOVIEMBRE
Cuando, anochecido, vuelve Platero del campo con su blanca carga de ramas de
pino para el horno, casi desaparece bajo la amplia verdura rendida. Su paso es
menudo, unido, como el de la señorita del circo en el alambre, fino, juguetón...
Parece que no anda. En punta las orejas, se diría un caracol debajo de su casa.
Las ramas verdes, ramas que, erguidas, tuvieron cuervos- ¡qué horror !, ¡ahí han
estado, Platero!- , se caen, pobres, hasta el polvo blanco de las sendas secas
del crepúsculo. Una fría dulzura malva lo nimba todo. Y en el campo, que va ya a
diciembre, la tierna humildad del burro cargado empieza, como el año pasado, a
parecer divina...
CVIII - LA YEGUA BLANCA
Vengo triste, Platero... Mira; pasando por la calle de las Flores, ya en la
Portada, en el mismo sitio en que el rayo mató a los dos niños gemelos, estaba
muerta la yegua blanca del Sordo. Unas chiquillas casi desnudas la rodeaban,
silenciosas.
Purita, la costurera, que pasaba, me ha dicho que el Sordo llevó esta mañana la
yegua al moridero, harto ya de darle de comer. Ya sabes que la pobre era tan
vieja como don Julián y tan torpe. No veía, ni oía, y apenas podía andar... A
eso del mediodía, la yegua estaba otra vez en el portal de su amo. El, irritado,
cogió un rodrigón y la quería echar a palos. No se iba. Entonces la pinchó con
la hoz. Acudió la gente y , entre maldiciones y bromas, la yegua. salió, calle
arriba, cojeando, tropezándose. Los chi quillos la seguían con piedras y
gritos... Al fin, cayó al suelo y allí la remataron. Algún sentimiento compasivo
revoló sobre ella: “¡Dejadla morir en paz!”, como si tú o yo hubiésemos estado
allí, Platero; pero fue como una mariposa en el centro de un vendaval.
Todavía, cuando la he visto, las piedras yacían a su lado, fría ya ella como
ellas. Tenía un ojo abierto del todo, que, ciego en su vida, ahora que estaba
muerta parecía como si mirara. Su blancura era lo que iba quedando de luz en la
calle oscura, sobre la que el cielo del anochecer, muy alto con el frío, se
aborregaba todo de levísimas nubecillas de rosa...
CIX - CENCERRADA
Verdaderamente, Platero, que estaban bien. Doña Camila iba vestida de blanco y
rosa, dando lección, con el cartel y el puntero, a un cochinito. El, Satanás,
tenía un pellejo vacío de mosto en una mano y con la otra le sacaba a ella de la
faltriquera una bolsa de dinero. Creo que hicieron las figuras Pepe el Pollo y
Concha la Mandadera, que se llevó no sé qué ropas viejas de mi casa. Delante iba
Pepito el Retratado, vestido de cura, en un burro negro, con un pendón. Detrás,
todos los chiquillos de la calle de Enmedio, de la calle de la Fuente, de la
Carretería, de la plazoleta de los Escribanos, del callejón de tío Pedro Tello,
tocando latas, cencerros, peroles, almireces, gangarros, calderos, en rítmica
armonía, en la luna llena de las calles. Ya sabes que doña Camila es tres veces
viuda y que tiene sesenta años, y que Satanás, viudo también, aunque una sola
vez, ha tenido tiempo de consumir el mosto de setenta vendimias. ¡Habrá que
oírlo esta noche detrás de los cristales de la casa cerrada, viendo y oyendo su
historia y la de su nueva esposa, en efigie y en romance!
Tres días, Platero, durará la cencerrada. Luego, cada vecina se irá llevando del
altar de la plazoleta, ante el que, alumbradas las imágenes, bailan los
borrachos, lo que es suyo. Luego seguirá unas noches más el ruido de los
chiquillos. Al fin, só1o quedarán la luna llena y el romance...
CX - LOS GITANOS
Mírala, Platero. Ahí viene, calle abajo, en el sol de cobre, derecha, enhiesta,
a cuerpo, sin mirar a nadie... ¡Qué bien lleva su pasada belleza, gallarda
todavía, como en roble, el pañuelo amarillo de talle, en invierno, y la falda
azul de volantes, lunareada de blanco! Va al Cabildo, a pedir permiso para
acampar, como siempre, tras el cementerio. Ya recuerdas los tenduchos astrosos
de los gitanos, con sus hogueras, sus mujeres vistosas y sus burros moribundos,
mordisqueando la muerte, en derredor. ¡Los burros, Platero! ¡Ya estarán
temblando los burros de la Friseta, sintiendo a los gitanos desde, los corrales
bajos! (Yo estoy tranquilo por Platero, porque para llegar a su cuadra tendrían
los gitanos que saltar medio pueblo, y, además, porque Rengel, el guarda, me
quiere y lo quiere a él.) Pero, por amedrentarlo en broma, le digo, ahuecando y
poniendo negra la voz:
-¡Adentro, Platero, adentro! ¡Voy a cerrar la cancela, que te van a llevar!
Platero, seguro de que no lo robarán los gitanos, pasa, trotando, la cancela,
que se cierra tras él con duro estrépito de hierro y cristales, y salta y
brinca, del patio de mármol al de las flores y de éste al corral, como una
flecha, rompiendo-¡brutote!-, en su corta fuga, la enredadera azul.
CXI - LA LLAMA
Acércate más, Platero. Ven... Aquí no hay que guardar etiquetas. El casero se
siente feliz a tu lado, porque es de los tuyos. Alí, su perro, ya sabes que te
quiere. Y yo, ¡no te digo nada, Platero!.. “¡Dioj quiá que no je queme nesta
noche muchaj naranja!”
¿No te gusta el fuego, Platero? No creo que mujer desnuda alguna pueda poner su
cuerpo con la llamarada. ¿Qué cabellera suelta, que brazos, qué piernas
resistirían la comparación con estas desnudeces ígneas? Tal vez no tenga la
Naturaleza muestra mejor que el fuego. La casa está cerrada y la noche fuera y
sola; y, sin embargo, !cuánto más cerca que el campo mismo estamos, Platero, de
la Naturaleza, en esta ventana abierta al antro plutónico! El fuego es el
universo dentro de casa. Colorado e interminable, como la sangre de una herida
del cuerpo, nos calienta y nos da hierro, con todas las memorias de la sangre.
Platero, ¡qué hermoso es el fuego! Mira cómo Alí, casi quemándose en él, lo
contempla con sus vivos ojos abiertos. ¡Qué alegría! Estamos envueltos en danzas
de oro y danzas de sombras. La casa toda baila, y se achica y se agiganta en
juego fácil, como los rusos. Todas las formas surgen de él, en infinito encanto:
ramas y pájaros, el león y el agua, el monte y la rosa. Mira: nosotros mismos,
sin quererlo, bailamos en la pared, en el suelo, en el techo.
¡Qué locura, qué embriaguez, qué gloria! El mismo amor parece muerte aquí,
Platero.
CXII - CONVALECENCIA
Desde la débil iluminación amarilla de mi cuarto de convaleciente, blando de
alfombras y tapices, oigo pasar por la calle nocturna, como en un sueño con
relente de estrellas, ligeros burros que retornan del campo, niños que juegan y
gritan. Se adivinan cabezotas oscuras de asnos, y cabecitas finas de niños que,
entre los rebuznos, cantan, con cristal y plata, coplas de Navidad. El pueblo se
siente envuelto en una humareda de castañas tostadas, en un vaho de establos, en
un aliento de hogares en paz... Y mi alma se derrama, purificadora, como si un
raudal de aguas celestes le surtiera de la peña en sombra del corazón.
¡Anochecer de redenciones! ¡Hora íntima, fría y tibia a un tiempo, llena de
claridades infinitas !Las campanas, allá arriba, allá fuera, repican entre las
estrellas. Contagiado, Platero rebuzna en su cuadra, que, en este instante de
cielo cercano, parece que está muy lejos... Yo lloro, débil, conmovido y solo,
igual que Fausto...
CXIII - EL BURRO VIEJO
...En fin, anda tan cansado que a cada paso se pierde...
(El potro rucio del Alcayde de los Vélez. Romancero GENERAL.)
No sé cómo irme de aquí, Platero. ¿Quién lo deja ahí al pobre, sin guía y sin
amparo?
Ha debido de salirse del moridero. Yo creo que no nos oye ni nos ve. Ya lo viste
esta mañana en ese mismo vallado, bajo las nubes blancas, alumbrada su seca
miseria mohina, que llenaban de islas vivas las moscas, por el sol radiante,
ajeno a la belleza prodigiosa del día de invierno. Daba una lenta vuelta, como
sin oriente, cojo de todas las patas, y se volvía otra vez al mismo sitio. No ha
hecho más que mudar de lado. Esta mañana miraba al Poniente y ahora mira al
Naciente. ¡Qué traba la de la vejez, Platero! Ahí tienes a ese pobre amigo,
libre y sin irse, aun viniendo ya hacia él la primavera. ¿O es que está muerto,
como Bécquer, y sigue en pie, sin embargo? Un niño podría dibujar su contorno
fijo, sobre el cielo del anochecer.
Ya lo ves... Lo he querido empujar y no arranca... Ni atiende a las llamadas...
Parece que la agonía lo ha sembrado en el suelo...
Platero, se va a morir de frío en ese vallado alto, esta noche, pasado por el
Norte... No sé cómo irme de aquí; no sé qué hacer. Platero...
CXIV - EL ALBA
En las lentas madrugadas de invierno, cuando los gallos alertas ven las primeras
rosas del alba y las saludan galantes, Platero, harto de dormir, rebuzna
largamente. ¡Cuán dulce su lejano despertar, en la luz celeste que entra por las
rendijas de la alcoba! Yo, deseoso también del día, pienso en el sol desde mi
lecho mullido.
Y pienso en lo que habría sido del pobre Platero si en vez de caer en mis manos
de poeta hubiese caído en las de uno de esos carboneros que van, todavía de
noche, por la dura escarcha de los caminos solitarios, a robar los pinos de los
montes, o en las de uno de esos gitanos astrosos que pintan los burros y les dan
arsénico y les ponen alfileres en las orejas para que no se les caigan.
Platero rebuzna de nuevo. ¿Sabrá que pienso en él? ¿Qué me importa? En la
ternura del amanecer,
su recuerdo me es grato como el alba misma. Y, gracias a Dios, él tiene una
cuadra tibia y blanda como una cuna, amable como mi pensamiento.
CXV - FLORECILLAS
A MI MADRE.
Cuando murió Mamá Teresa, me dice mi madre, agonizó con un delirio de flores.
Por no sé qué asociación, Platero, con las estrellitas de colores de mi sueño de
entonces, niño pequeñito, pienso, siempre que lo recuerdo, que las flores de su
delirio fueron las verbenas, rosas, azules, moradas.
No veo a Mamá Teresa más que a través de los cristales de colores de la cancela
del patio, por los que yo miraba azul o grana la luna y el Sol, inclinada
tercamente sobre las macetas celestes o sobre los arrriates blancos. Y la imagen
permanece sin voler la cara —porque yo no me acuerdo cómo era—,bajo el sol de la
siesta de agosto o bajo las lluviosas tormentas de septiembre.
En su delirio dice mi madre que llamaba a no sé qué jardinero invisible,
Platero. El que fuera, debió de llevársela por una vereda de flores, de
verbenas, dulcemente. Por ese camino torna ella, en mi memoria, a mí, que la
conservo a su gusto en mi sentir amable, aunque fuera del todo de mi corazón,
como entre aquellas sedas finas que ella usaba, sembradas todas de flores
pequeñitas, hermanas también de los heliotropos caídos del huerto y de las
lucecillas fugaces de mis noches de niño.
CXVI - NAVIDAD
¡La candela en el campo!... Es tarde de Nochebuena, y un sol opaco y débil
clarea apenas en el cielo crudo, sin nubes, todo gris en vez de todo azul, con
un indefinible amarillor en el horizonte de Poniente... De pronto, salta un
estridente crujido de ramas verdes que empiezan a arder; luego, el humo
apretado, blanco como armiño, y la llama, al fin, que limpia el humo y puebla el
aire de puras lenguas momentáneas, que parecen lamerlo.
¡Oh la llama en el viento! Espíritus rosados, amarillos, malvas, azules, se
pierden no sé donde, taladrando un secreto cielo bajo; ¡y dejan un olor de ascua
en el frío! ¡Campo, tibio ahora, de diciembre! ¡Invierno con cariño! ¡Nochebuena
de los felices!
Las jaras vecinas se derriten. El paisaje, a través del aire caliente, tiembla y
se purifica como si fuese de cristal errante. Y los niños del casero, que no
tienen Nacimiento, se vienen alrededor de la candela, pobres y tristes, a
calentarse las manos arrecidas, y echan en las brasas bellotas y castañas, que
revientan, en un tiro.
Y se alegran luego, y saltan sobre el fuego que ya la noche va enrojeciendo, y
cantan:
...Camina, María,
camina José...
Yo les traigo a Platero, y se lo doy, para que jueguen con él.
CXVII - LA CALLE DE LA RIBERA
Aquí, en esta casa grande, hoy cuartel de la Guardia Civil, nací yo, Platero.
¡Cómo me gustaba de niño y qué rico me parecía este pobre balcón, mudéjar a lo
maestro Garfia, con sus estrellas de cristales de colores! Mira por la cancela,
Platero; todavía las lilas, blancas y lilas, y las campanillas azules engalanan,
colgando la verja de madera, negras por el tiempo, del fondo del patio, delicia
de mi edad primera. Platero, en esta esquina de la calle de las Flores se ponían
por la tarde los marineros, con sus trajes de paño de varios azules, en hazas,
como el campo de octubre. Me acuerdo que me parecían inmensos; que, entre sus
piernas, abiertas por la costumbre del mar, veía yo, allí abajo, el río, con sus
listas paralelas de agua y de marisma, brillantes aquéllas, secas éstas y
amarillas; con un lento bote en el encanto del otro brazo del río; con las
violentas manchas coloradas en el cielo del Poniente... Después, mi padre se fue
a la calle Nueva, porque los marineros andaban siempre navaja en mano, porque
los chiquillos rompían todas las noches la farola del zaguán y la campanilla y
porque en la esquina hacía siempre mucho viento...
Desde el mirador se ve el mar. Y jamás se borrará de mi memoria aquella noche en
que nos subieron a los niños todos, temblorosos y ansiosos, a ver el barco
inglés aquel que estaba ardiendo en la Barra...
CXV III - EL INVIERNO
Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve. Y
las últimas flores que el otoño dejó obstinadamente prendidas a sus ramas
exangües, se cargan de diamantes. En cada diamante, un cielo, un palacio de
cristal, un Dios. Mira esta rosa; tiene dentro otra rosa de agua, y al
sacudirla, ¿ves?, se le cae la nueva flor brillante, como su alma, y se queda
mustia y triste, igual que la mía.
El agua debe de ser tan alegre como el sol. Mira, si no, cuál corren, felices,
los niños bajo ella, recios v colorados, al aire las piernas. Ve cómo los
gorriones se entran todos, en bullanguero bando súbito, en la yedra, en la
escuela, Platero, como dice Darbón, tu médico.
Llueve. Hoy no vamos al campo. Es día de contemplaciones. Mira cómo corren las
canales del tejado. Mira cómo se limpian las acacias, negras ya y un poco
doradas todavía; cómo torna a navegar por la cuneta el barquito de los niños,
parado ayer entre la hierba. Mira ahora, en este sol instantáneo y débil, cuán
bello el arco iris que sale de la iglesia y muere, en una vaga irisación, a
nuestro lado.
CXIX - LECHE DE BURRA
La gente va más deprisa y tose en el silencio de la mañana de diciembre. El
viento vuelca el toque de misa en el otro lado del pueblo. Pasa vacío el coche
de las siete... Me despierta otra vez un vibrador ruido de los hierros de la
ventana... ¿Es que el cielo ha atado a ella otra vez, como todos los años, su
burra? Corren presurosas las lecheras arriba y abajo, con su cántaro de lata en
el vientre, pregonando su blanco tesoro en el frío. Esta leche que saca el ciego
a su burra es para los catarrosos. Sin duda, el ciego, como es ciego, no ve la
ruina, mayor, si es posible, cada día, cada hora, de su burra. Parece ella
entera un ojo ciego de su amo... Una tarde, yendo yo con Platero por la cañada
de las Animas, me vi al ciego dando palos a diestro y siniestro tras la pobre
burra, que corría por los prados, sentada casi en la hierba mojada. Los palos
caían en un naranjo, en la noria, en el aire, menos fuertes que los juramentos
que, de ser sólidos, habrían derribado el torreón del Castillo . . . No quería
la pobre burra vieja más advientos, y se defendía del Destino vertiendo en lo
infecundo de la tierra, como Onán, la dádiva de algún burro desahogado... El
ciego, que vive su oscura vida vendiendo a los viejos por un cuarto, o por una
promesa, dos dedos del néctar de los burrillos, quería que l a burra detuviese,
en pie, el don fecundo, causa de su dulce medicina. Y ahí está la burra,
rascando su miseria en los hierros de la ventana, farmacia miserable, para todo
otro invierno, de viejos fumadores, tísicos y borrachos...
CXX - NOCHE PURA
Las almenadas azoteas blancas se cortan secamente sobre el alegre cielo azul,
gélido y estrellado. El norte silencioso acaricia, vivo, con su pura agudeza.
Todos creen que tienen frío, y se esconden en las casas y las cierran. Nosotros,
Platero, vamos a ir despacio, tú con tu lana y con mi manta, yo con mi alma, por
el limpio pueblo solitario. ¡Qué fuerza de adentro me eleva, cual si fuese yo
una torre de piedra tosca con remate de plata libre! ¡Mira cuánta estrella! De
tantas como son, marean. Se diría el cielo un mundo de niños, que le está
rezando a la tierra un encendido rosario de amor ideal. ¡Platero, Platero!
¡Diera yo toda mi vida y anhelara que tú quisieras dar la tuya por la pureza de
esta alta noche de enero, sola, clara y dura!
CXXI - LA CORONA DE PEREJIL
A ver quien llega antes! El premio era un libro de estampas, que yo había
recibido la víspera, de Viena.
¡A ver quién llega antes a las violetas!... A la una... A las dos... A las tres!
Salieron las niñas corriendo, en un alegre alboroto blanco y rosa al sol
amarillo. Un instante, se oyó en el silencio que cl esfuerzo mudo de sus pechos
abría en la mañana, la hora lenta que daba el reloj de la torre del pueblo. el
menudo cantar de un mosquitito en la colina de los pinos, que llenaban los
lirios azules, el venir del agua en el regato... Llegaban las niñas al primer
naranjo, cuando Platero, que holgazaneaba por allí, contagiado del juego, se
unió a ellas en su vivo correr. Ellas, por no perder, no pudieron protestar ni
reírse siquiera... yo les gritaba: “¡Que gana Platero! ¡Que gana Platero!” Sí;
Platero llegó a las violetas antes que ninguna, y se quedó allí, revolcándose en
la arena.
Las niñas volvieron, protestando sofocadas, subiéndose las medias, cogiéndose el
cabello: “¡Eso no vale! . ¡Eso no vale! ¡Pues no! ¡Pues no! ¡ Pues no, ea!”
Les dije que aquella carrera la había ganado Platero, y que era justo premiarlo
de algún modo. Que bueno, que el libro, como Platero no sabía leer, se quedaría
para otra carrera de ellas; pero que a Platero había que darle un premio. Ellas,
seguras ya del libro, saltaban y reían, rojas: “¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!” Entonces,
acordándome de mí mismo, pensé que Platero tendría el mejor premio en su
esfuerzo, como yo en mis versos. Y cogiendo un poco de perejil del cajón de la
puerta de la casera, hice una corona, y se la puse en la cabeza, honor fugaz y
máximo, como a un lacedemonio.
CXXII - LOS REYES MAGOS
¡Qué ilusión, esta noche, la de los niños, Platero! No era posible acostarlos.
Al fin, el sueño los fue rindiendo: a uno, en una butaca; a otro, en el suelo,
al arrimo de la chimenea; a Blanca, en una silla baja; a Pepe, en el poyo de la
ventana, la cabeza sobre los clavos de la puerta, no fueran a pasar los Reyes...
Y ahora, en el fondo de esta afuera de la vida, se siente como un gran corazón
pleno y sano, el sueño de todos, vivo y mágico. Antes de la cena, subí con
todos. ¡Qué alboroto por la escalera, tan medrosa para ellos otras noches! ‘’A
mí no me da miedo de la montera, Pepe; ¿y a ti?’’, decía Blanca, cogida muy
fuerte de mi mano. Y pusimos en el balcón, entre las cidras, los zapatos de
todos. Ahora, Platero, vamos a vestirnos, Montemayor, Tita, María Teresa,
Polilla, Perico, tú y yo, con sábanas y colchas y sombreros antiguos. Y a las
doce pasaremos ante la ventana de los niños en cortejo de disfraces y de luces,
tocando almireces, trompetas y el caracol que está en el último cuarto. Tú irás
delante conmigo, que seré Gaspar y llevaré unas barbas blancas de estopa, y
llevarás, como un delantal, la bandera de Colombia, que he traído de casa de mi
tío, el cónsul... Los niños, despertados de pronto, con el sueño colgado aún, en
jirones, de los ojos asombrados, se asomarán en camisa a los cristales,
temblorosos y maravillados. Después, seguiremos en su sueño toda la madrugada, y
mañana, cuando, ya tarde, los deslumbre el cielo azul por los postigos, subirán,
a medio vestir, al balcón, y serán dueños de todo el tesoro. El año pasado nos
reímos mucho. ¡Ya verás cómo nos vamos a divertir esta noche, Platero, camellito
mío!
CXXIII - MONS—URIUM
El Monturrio, hoy. Las colinitas rojas, más pobres cada día por la cava de los
areneros, que, vistas desde el mar, parecen de oro y que nombraron los romanos
de ese modo brillante y alto. Por él se va, más pronto que por el cementerio, al
Molino de viento. Asoma ruinas por doquiera, y en sus viñas, los cavadores sacan
huesos, monedas y tinajas. Colón no me da demasiado bienestar, Platero. Que si
paró en mi casa, que si comulgó en Santa Clara, que si es de su tiempo esta
palmera o la otra hospedería... Está cerca y no va lejos, y ya sabes los dos
regalos que nos trajo de América. Los que me gusta sentir bajo mí, como una raíz
fuerte, son los romanos, los que hicieron ese hormigón del Castillo que no hay
pico ni golpe que arruine, en el que no fue posible clavar la veleta de la
Cigüeña, Platero... No olvidaré nunca el día en que, muy niño, supe este nombre:
Monsurium, Se me ennobleció de pronto el Monturrio y para siempre. Mi nostalgia
de lo mejor, ¡tan triste en mi pobre pueblo!, halló un engaño deleitable. ¿A
quién tenía yo que envidiar ya? ¿Qué antigüedad, qué ruina—catedral o castillo
podría ya retener mi largo pensamiento sobre los ocasos de la ilusión? Me
encontré de pronto como sobre un tesoro inextinguible. Moguer, Monte de oro,
Platero; puedes vivir y morir contento.
CXXIV - EL VINO
Platero, te he dicho que el alma de Moguer es el pan, No. Moguer es como una
caña de cristal grueso y claro, que espera todo el año, bajo el redondo cielo
azul, su vino de oro. Llegado septiembre, si el diablo no agua la fiesta, se
colma esta copa, hasta el borde, de vino y se derrama casi siempre como un
corazón generoso. Todo el pueblo huele entonces a vino, más o menos generoso, y
suena a cristal. Es como si el sol se donara en líquida hermosura y por cuatro
cuartos, por el gusto de encerrarse en el recinto
transparente del pueblo blanco, y de alegrar su sangre buena. Cada casa es, en
cada calle, como una botella en la estantería de Juanito Miguel o del Realista,
cuando el Poniente las toca de sol. Recuerdo La fuente de la indolencia, de
Turner, que parece pintada toda, en su amarillo limón, con vino nuevo. Así
Moguer, fuente de vino que, como la sangre, acude a cada herida suya, sin
término; manantial de triste alegría que, igual al sol de abril, sube a la
primavera cada año, pero cayendo cada día.
CXXV - LA FÁBULA
Desde niño, Platero, tuve un horror instintivo al apólogo, como a la iglesia, a
la Guardia Civil, a los toreros y al acordeón. Los pobres animales, a fuerza de
hablar tonterías por boca de los fabulistas, me parecían tan odiosos como en el
silencio de las vitrinas hediondas de la clase de Historia Natural. Cada palabra
que decían, digo, que decía un señor acatarrado, rasposo y amarillo, me parecía
un ojo de cristal, Un alambre de ala, un soporte de rama falsa. Luego, cuando vi
en los circos de Huelva y de Sevilla animales amaestrados, la fábula, que había
quedado, como las planas y los premios, en el olvido de la escuela dejada,
volvió a surgir como una pesadilla desagradable de mi adolescencia.
Hombre ya, Platero, un fabulista, Jean de La Fontaine, de quien tú me has oído
tanto hablar y repetir, me reconcilió con los animales palantes; y un verso
suyo, a veces, me parecía voz verdadera del grajo, de la paloma o de la cabra.
Pero siempre dejaba sin leer la moraleja, ese rabo seco, esa ceniza, esa pluma
caída del final. Claro está, Platero, que tú no eres un burro en el sentido
vulgar de la palabra, ni con arreglo a la definición del Diccionario de la
Academia Española. Lo eres, sí, como yo lo sé y lo entiendo. Tú tienes tu idioma
y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni ésta el del ruiseñor. Así, no
temas que vaya yo nunca, como has podido pensar entre mis libros, a hacerte
héroe charlatán de una fabulilla, trenzando tu expresión sonora con la de la
zorra o el jilguero, para luego deducir, en letra cursiva, la moral fría y vana
del apólogo. No, Platero.
CXXVI - CARNAVAL
¡Qué guapo está hoy Platero! Es lunes de Carnaval, y los niños, que se han
disfrazado vistosamente de toreros, de payasos y de majos, le han puesto el
aparejo moruno, todo bordado, en rojo, verde, blanco y amarillo, de recargados
arabescos.
Agua, sol y frío. Los redondos papelillos de colores van rodando paralelamente
por la acera, al viento agudo de la tarde, y las máscaras, ateridas, hacen
bolsillos de cualquier cosa para las manos azules. Cuando hemos llegado a la
plaza, unas mujeres vestidas de locas, con largas camisas blancas, coronados los
negros y sueltos cabellos con guirnaldas de hojas verdes, han cogido a Platero
en medio de su coro bullanguero y, unidas por las manos, han girado alegremente
en torno de él. Platero, indeciso, yergue las orejas, alza la cabeza y, como un
alacrán cercado por el fuego, intenta, nervioso, huir por doquiera. Pero, como
es tan pequeño, las locas no lo temen y siguen girando, cantando y riendo a su
alrededor. Los chiquillos, viéndolo cautivo, rebuznan para que él rebuzne. Toda
la plaza es ya un concierto altivo de metal amarillo, de rebuznos, de risas, de
coplas, de panderetas y almireces...
Por fin, Platero, decidido igual que un hombre, rompe el corro y se viene a mí
trotando y llorando, caído el lujoso aparejo. Como yo, no quiere nada con los
Carnavales... No servimos para estas cosas...
CXXVII - LEÓN
Voy yo con Platero, lentamente, a un lado cada uno de los poyos de la plaza de
las Monjas, solitaria y alegre en esta calurosa tarde de febrero, el temprano
ocaso comenzado ya, en un malva diluído en oro, sobre el hospital, cuando de
pronto siento que alguien más está con nosotros. Al volver la cabeza, mis ojos
se encuentran con las palabras: don Juan... Y León da una palmadita... Sí, es
León, vestido ya y perfumado para la música del anochecer, con su saquete a
cuadros, sus botas de hilo blanco y charol negro, su descolgado pañuelo de seda
verde y, bajo el brazo, los relucientes platillos. Da una palmadita y me dice
que a cada uno le concede Dios lo suyo; que si yo escribo en los diarios..., él
con ese oído que tiene, es capaz... “Y a v’osté, don Juan, loj platiyo... El
ijtrumento más difisi... El uniquito que ze toca zin papé...”Si él quisiera
fastidiar a Modesto, con ese oído, pues silbaría, antes que la banda las tocara,
las piezas nuevas. “Ya v’osté... Ca cuá tié lo zuyo... Ojté ejcribe en loj
diario... Yo tengo más juersa que Platero... Toq’ust’ aquí... “Y me muestra su
cabeza vieja y despelada, en cuyo centro, como la meseta castellana, duro melón
viejo y seco, un gran callo es señal clara de su duro oficio. Da una palmadita,
un salto, y se va silbando, un guiño en los ojos con viruelas, no sé qué
pasodoble, la pieza nueva, sin duda, de la noche. Pero vuelve de pronto y me da
una tarjeta:
LEON
Decano de los mozos de cuerda de Moguer
CXXVIII - EL MOLINO DE VIENTO
¡Qué grande me parecía entonces, Platero, esta charca, y qué alto ese circo de
arena roja! ¿ Era en esta agua donde se reflejaban aquellos pinos agrios,
llenando luego mi sueño con su imagen de belleza?
¿Era éste el balcón desde donde yo vi una vez el paisaje más claro de mi vida,
en una arrobadora música del sol? Sí, las gitanas están y el miedo a los toros
vuelve. Está también, como siempre, un hombre solitario
—¿el mismo, otro? un Caín borracho que dice cosas sin sentido a nuestro paso,
mirando con su único ojo al camino, a ver si viene gente... y desistiendo al
punto... Está el abandono y está la elegía. pero ¡qué nuevo aquél, y ésta qué
arruinada!
Antes de volverle a ver en él mismo, Platero, creí ver ese paraje, encanto de mi
niñez, en un cuadro de Courbet y en otro de Böcklin. yo siempre quise pintar su
esplendor, rojo frente al ocaso de otoño, doblado con sus pinetes en la charca
de cristal que socava la arena... Pero sólo que, ornada de jaramago, una
memoria, que no resiste la insistencia, como un papel de seda al lado de una
llama brillante, en el sol mágico de mi infancia.
CXXIX - LA TORRE
No, no puedes subir a la torre. Eres demasiado grande. ¡Si fuera la Giralda de
Sevilla! ¡Cómo me gustaría que subieras! Desde el balcón del reloj se ven ya las
azoteas del pueblo, blancas, con sus monteras de cristales de colores y sus
macetas floridas pintadas de añil. Luego, desde el del Sur, que rompió la
campana gorda cuando la subieron, se ve el patio del Castillo, y se ve el
Diezmo, y se ve, en la marea, el mar. Más arriba, desde las campanas, se ven
cuatro pueblos y el tren que va a Sevilla, y el tren de Riotinto y la Virgen de
la Peña. Después hay que guindar por la barra de hierro y allí le toca rías los
pies a Santa Juana, que hirió el rayo, y tu cabeza, saliendo por la puerta del
templete. entre los azulejos blancos y azules, que el sol rompe en oro, sería el
asombro de los niños que juegan al toro en la plaza de la Iglesia, de donde
subiría a ti, agudo y claro, su gritar de júbilo. ¡A cuántos triunfos tienes que
renunciar, pobre Platero! ¡Tu vida es tan sencilla como el camino corto del
Cementerio viejo!
CXXX - LOS BURROS DEL ARENERO
Mira, Platero, los burros del Quemado; lentos, caídos, con su picuda y roja
carga de mojada arena, en la que llevan clavada, Como en el corazón, la vara de
acebuche verde con que les pegan...
CXXXI - MADRIGAL
Mírala, Platero. Ha dado, como el caballito del circo por la pista, tres vueltas
en redondo por el jardín, blanca como la leve ola única de un dulce mar de luz,
y ha vuelto a pasar la tapia. Me la figuro en el rosal silvestre que hay del
otro lado y casi la veo a través de la cal. Mírala. Ya está aquí otra vez. En
realidad, son dos mariposas: una blanca, ella; otra negra, su sombra. Hay,
Platero, bellezas culminantes que en vano pretenden otras ocultar. Como en el
rostro tuyo los ojos son el primer encanto, la estrella es el de la noche y la
rosa y la mariposa lo son del jardín matinal. Platero, ¡mira qué bien vuela!
¡Qué regocijo debe de ser para ella el volar así! Será como es para mí, poeta
verdadero, el deleite del verso, Toda se interna en su vuelo, de ella misma a su
alma, y se creyera que nada más le importa en el mundo, digo, en el jardín.
Cállate, Platero...
Mírala. ¡Qué delicia verla volar así, pura y sin ripio.
CXXXII - LA MUERTE
Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los ojos y tristes. Fui a
él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara... El pobre se removió todo
bruscamente, y dejó una mano arrodillada... No podía... Entonces le tendí su
mano en el suelo, lo acaricié de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico.
El viejo Darbón, así que lo hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta la
nuca y meció sobre el pecho la cabeza congestionada, igual que un péndulo.
—Nada bueno, ¿eh?
No sé qué contestó... Que el infeliz se iba... Nada... Que un dolor... Que no sé
qué raíz mala... La tierra, entre la hierba...
A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón se le había
hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al
cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apolillada de las muñecas
viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza...
Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba por el rayo de sol
de la ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres colores...
CXXXIII - NOSTALGIA
Platero, tú nos ves, ¿verdad? ¿Verdad que ves cómo se ríe en paz, clara y fría,
el agua de la noria del huerto; cuál vuelan, en la luz última, las afanosas
abejas en torno del romero verde y malva, rosa y oro por el sol que aún enciende
la colina?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
¿Verdad que ves pasar por la cuesta roja de la Fuente vieja los borriquillos de
las lavanderas, cansados, cojos, tristes en la inmensa pureza que une tierra y
cielo en un solo cristal de esplendor?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
Verdad que ves a los niños corriendo arrebatados entre las jaras, que tienen
posadas en sus ramas sus propias flores, liviano enjambre de vagas mariposas
blancas, goteadas de carmín?
Platero, tú nos ves, ¿verdad?
Platero, ¿verdad que tú nos ves? Sí, tú me ves. Y yo creo oír, sí, sí, yo oigo
en el Poniente despejado, endulzando todo el valle de las viñas, tu tierno
rebuzno lastimero...
CXXXIV - EL BORRIQUETE
Puse en el borriquete de madera la silla, el bocado y el ronzal del pobre
Platero, y lo llevé todo al granero grande, al rincón en donde están las cunas
olvidadas de los niños. El granero es ancho, silencioso, soleado. Desde él se ve
todo el campo moguereño: el Molino de viento, rojo, a la izquierda; enfrente,
embozado en pinos, Montemayor, con su ermita blanca; tras de la iglesia, el
recóndito huerto de la Piña; en el Poniente, el mar, alto y brillante en las
mareas del estío. Por las vacaciones, los niños se van a jugar al granero. Hacen
coches, con interminables tiros de sillas caídas; hacen teatros, con periódicos
pintados de almagra; iglesias, colegios...
A veces se suben en el borriquete sin alma, y con un jaleo inquieto y raudo de
pies y manos, trotan por el prado de sus sueños:
—¡Arre, Platero! ¡Arre, Platero!
CXXXV - MELANCOLÍA
Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de Platero, que está en
el huerto de la Piña, al pie del pino redondo y paternal. En torno, abril había
adornado la tierra húmeda de grandes lirios amarillos. Cantaban los chamarices
allá arriba, en la cúpula verde, toda pintada de cenit azul, y su trino menudo,
florido y reidor, se iba en el aire de oro de la tarde tibia, como un claro
sueño de amor nuevo. Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar.
Quietos y serios, sus ojos brillantes en mis ojos me llenaban de preguntas
ansiosas. —¡Platero, amigo!—le dije yo a la tierra—; si, como pienso, estás
ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles
adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de
mí? , Y, cual contestando a mi pregunta, una leve mariposa blanca, que antes no
había visto, revolaba insistentemente, igual que un alma, de lirio en lirio...
CXXXVI - A PLATERO EN EL CIELO DE MOGUER
Dulce Platero trotón, burrillo mío, que llevaste mi alma tantas veces —¡sólo mi
alma!— por aquellos hondos caminos de nopales, de malvas y de madreselvas; a ti
este libro que habla de ti ahora que puedes entenderlo.
Va a tu alma, que ya pace en el Paraíso, por el alma de nuestros paisajes
moguereños, que también habrá subido al cielo con la tuya; lleva montada en su
lomo de papel a mi alma, que, Caminando entre zarzas en flor a su ascensión, se
hace más buena, más pacífica, más pura cada día.
Sí. Yo sé que, a la caída de la tarde, cuando, entre las oropéndolas y Ios
azahares, llego lento y pensativo, por el naranjal solitario, al pino que
arrulla tu muerte, tú, Platero, feliz en tu prado de rosas eternas, me verás
detenerme ante los lirios amarillos que ha brotado tu descompuesto corazón.
CXXXVII - PLATERO DE CARTÓN
Platero, cuando, hace un año, salió por el mundo de Los hombres un pedazo de
este libro que escribí en memoria tuya, una amiga tuya y mía me regaló este
Platero de cartón. ¿Lo ves desde ahí? Mira: es mitad gris y mitad blanco, tiene
la boca negra y colorada. los ojos enormemente grandes y enormemente negros;
lleva unas angarillas de burro con seis macetas de flores de papel de seda,
rosas, blancas y amarillas mueve la cabeza y anda sobre una tabla pintada de
añil, con cuatro ruedas toscas.
Acordándome de ti, Platero, he ido tomándole cariño a este borrillo de juguete.
Todo el que entra en mi escritorio le dice sonriendo: “Platero”. Si alguno no lo
sabe y me pregunta qué es, le digo yo: “Es Platero...”
Y de tal manera me ha acostumbrado el nombre al sentimiento, que ahora yo mismo,
aunque esté solo, creo que eres tú y lo mimo con mis ojos. ¿Tú? ¡Qué vil es la
memoria del corazón humano! Este Platero de cartón me parece hoy más Platero que
tú mismo, Platero...
Madrid. 1915.
CXXXVIII - A PLATERO EN SU TIERRA
Un momento, Platero, vengo a estar con tu muerte. No he vivido. Nada ha pasado.
Estás vivo y yo contigo... Vengo solo. Ya los niños y las niñas son hombres y
mujeres. La ruina acabó su obra sobre nosotros tres—ya tú sabes—, y sobre su
desierto estamos en pie, dueños de la mejor riqueza: la de nuestro corazón.
¡Mi corazón! Ojalá el corazón les bastara a ellos dos como a mí me basta. Ojalá
pensaran del mismo modo que yo pienso. Pero, no; mejor será que no piensen...
Así no tendrán en su memoria la tristeza de mis maldades, de mis cinismos, de
mis impertinencias.
¡Con qué alegría, qué bien te digo a ti estas cosas que nadie más que tú ha de
saber!... Ordenaré mis actos para que el presente sea toda la vida y les parezca
el recuerdo; para que el sereno porvenir les deje el pasado del tamaño de una
violeta y de su color, tranquilo en la sombra, y de su olor suave.
Tú, Platero, estás solo en el pasado. Pero ¿qué más te da el pasado a ti, que
vives en lo eterno, que, como yo aquí, tienes en tu mano, grana como el corazón
de Dios perenne, el sol de cada aurora?
Moguer, 1916.
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