LA GITANILLA
[Cuento. Texto completo]
Miguel de Cervantes Saavedra
Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser
ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones
y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la
gana del hurtar y el hurtar son en ellos como acidentes inseparables, que no se
quitan sino con la muerte.
Una, pues, desta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de
Caco, crió una muchacha en nombre de nieta suya, a quien puso nombre Preciosa, y
a quien enseñó todas sus gitanerías y modos de embelecos y trazas de hurtar.
Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el
gitanismo, y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los
gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama. Ni
los soles, ni los aires, ni todas las inclemencias del cielo, a quien más que
otras gentes están sujetos los gitanos, pudieron deslustrar su rostro ni curtir
las manos; y lo que es más, que la crianza tosca en que se criaba no descubría
en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en estremo
cortés y bien razonada. Y, con todo esto, era algo desenvuelta, pero no de modo
que descubriese algún género de deshonestidad; antes, con ser aguda, era tan
honesta, que en su presencia no osaba alguna gitana, vieja ni moza, cantar
cantares lascivos ni decir palabras no buenas. Y, finalmente, la abuela conoció
el tesoro que en la nieta tenía; y así, determinó el águila vieja sacar a volar
su aguilucho y enseñarle a vivir por sus uñas.
Salió Preciosa rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas, y de
otros versos, especialmente de romances, que los cantaba con especial donaire.
Porque su taimada abuela echó de ver que tales juguetes y gracias, en los pocos
años y en la mucha hermosura de su nieta, habían de ser felicísimos atractivos e
incentivos para acrecentar su caudal; y así, se los procuró y buscó por todas
las vías que pudo, y no faltó poeta que se los diese: que también hay poetas que
se acomodan con gitanos, y les venden sus obras, como los hay para ciegos, que
les fingen milagros y van a la parte de la ganancia. De todo hay en el mundo, y
esto de la hambre tal vez hace arrojar los ingenios a cosas que no están en el
mapa.
Crióse Preciosa en diversas partes de Castilla, y, a los quince años de su edad,
su abuela putativa la volvió a la Corte y a su antiguo rancho, que es adonde
ordinariamente le tienen los gitanos, en los campos de Santa Bárbara, pensando
en la Corte vender su mercadería, donde todo se compra y todo se vende. Y la
primera entrada que hizo Preciosa en Madrid fue un día de Santa Ana, patrona y
abogada de la villa, con una danza en que iban ocho gitanas, cuatro ancianas y
cuatro muchachas, y un gitano, gran bailarín, que las guiaba. Y, aunque todas
iban limpias y bien aderezadas, el aseo de Preciosa era tal, que poco a poco fue
enamorando los ojos de cuantos la miraban. De entre el son del tamborín y
castañetas y fuga del baile salió un rumor que encarecía la belleza y donaire de
la gitanilla, y corrían los muchachos a verla y los hombres a mirarla. Pero
cuando la oyeron cantar, por ser la danza cantada, ¡allí fue ello! Allí sí que
cobró aliento la fama de la gitanilla, y de común consentimiento de los
diputados de la fiesta, desde luego le señalaron el premio y joya de la mejor
danza; y cuando llegaron a hacerla en la iglesia de Santa María, delante de la
imagen de Santa Ana, después de haber bailado todas, tomó Preciosa unas sonajas,
al son de las cuales, dando en redondo largas y ligerísimas vueltas, cantó el
romance siguiente:
-Árbol preciosísimo
que tardó en dar fruto
años que pudieron
cubrirle de luto,
y hacer los deseos
del consorte puros,
contra su esperanza
no muy bien seguros;
de cuyo tardarse
nació aquel disgusto
que lanzó del templo
al varón más justo;
santa tierra estéril,
que al cabo produjo
toda la abundancia
que sustenta el mundo;
casa de moneda,
do se forjó el cuño
que dio a Dios la forma
que como hombre tuvo;
madre de una hija
en quien quiso y pudo
mostrar Dios grandezas
sobre humano curso.
Por vos y por ella
sois, Ana, el refugio
do van por remedio
nuestros infortunios.
En cierta manera,
tenéis, no lo dudo,
sobre el Nieto, imperio
pïadoso y justo.
A ser comunera
del alcázar sumo,
fueran mil parientes
con vos de consuno.
¡Qué hija, y qué nieto,
y qué yerno! Al punto,
a ser causa justa,
cantárades triunfos.
Pero vos, humilde,
fuistes el estudio
donde vuestra Hija
hizo humildes cursos;
y agora a su lado,
a Dios el más junto,
gozáis de la alteza
que apenas barrunto.
El cantar de Preciosa fue para admirar a cuantos la escuchaban. Unos decían:
«¡Dios te bendiga la muchacha!». Otros: «¡Lástima es que esta mozuela sea
gitana! En verdad, en verdad, que merecía ser hija de un gran señor». Otros
había más groseros, que decían: «¡Dejen crecer a la rapaza, que ella hará de las
suyas! ¡A fe que se va añudando en ella gentil red barredera para pescar
corazones!» Otro, más humano, más basto y más modorro, viéndola andar tan ligera
en el baile, le dijo: «¡A ello, hija, a ello! ¡Andad, amores, y pisad el polvito
atán menudito!» Y ella respondió, sin dejar el baile: «¡Y pisarélo yo atán
menudó!»
Acabáronse las vísperas y la fiesta de Santa Ana, y quedó Preciosa algo cansada,
pero tan celebrada de hermosa, de aguda y de discreta y de bailadora, que a
corrillos se hablaba della en toda la Corte. De allí a quince días, volvió a
Madrid con otras tres muchachas, con sonajas y con un baile nuevo, todas
apercebidas de romances y de cantarcillos alegres, pero todos honestos; que no
consentía Preciosa que las que fuesen en su compañía cantasen cantares
descompuestos, ni ella los cantó jamás, y muchos miraron en ello y la tuvieron
en mucho.
Nunca se apartaba della la gitana vieja, hecha su Argos, temerosa no se la
despabilasen y traspusiesen; llamábala nieta, y ella la tenía por abuela.
Pusiéronse a bailar a la sombra en la calle de Toledo, y de los que las venían
siguiendo se hizo luego un gran corro; y, en tanto que bailaban, la vieja pedía
limosna a los circunstantes, y llovían en ella ochavos y cuartos como piedras a
tablado; que también la hermosura tiene fuerza de despertar la caridad dormida.
Acabado el baile, dijo Preciosa:
-Si me dan cuatro cuartos, les cantaré un romance yo sola, lindísimo en estremo,
que trata de cuando la Reina nuestra señora Margarita salió a misa de parida en
Valladolid y fue a San Llorente; dígoles que es famoso, y compuesto por un poeta
de los del número, como capitán del batallón.
Apenas hubo dicho esto, cuando casi todos los que en la rueda estaban dijeron a voces:
-¡Cántale, Preciosa, y ves aquí mis cuatro cuartos!
Y así granizaron sobre ella cuartos, que la vieja no se daba manos a cogerlos.
Hecho, pues, su agosto y su vendimia, repicó Preciosa sus sonajas y, al tono
correntío y loquesco, cantó el siguiente romance:
-Salió a misa de parida
la mayor reina de Europa,
en el valor y en el nombre
rica y admirable joya.
Como los ojos se lleva,
se lleva las almas todas
de cuantos miran y admiran
su devoción y su pompa.
Y, para mostrar que es parte
del cielo en la tierra toda,
a un lado lleva el sol de Austria,
al otro, la tierna Aurora.
A sus espaldas le sigue
un Lucero que a deshora
salió, la noche del día
que el cielo y la tierra lloran.
Y si en el cielo hay estrellas
que lucientes carros forman,
en otros carros su cielo
vivas estrellas adornan.
Aquí el anciano Saturno
la barba pule y remoza,
y, aunque es tardo, va ligero;
que el placer cura la gota.
El dios parlero va en lenguas
lisonjeras y amorosas,
y Cupido en cifras varias,
que rubíes y perlas bordan.
Allí va el furioso Marte
en la persona curiosa
de más de un gallardo joven,
que de su sombra se asombra.
Junto a la casa del Sol
va Júpiter; que no hay cosa
difícil a la privanza
fundada en prudentes obras.
Va la Luna en las mejillas
de una y otra humana diosa;
Venus casta, en la belleza
de las que este cielo forman.
Pequeñuelos Ganimedes
cruzan, van, vuelven y tornan
por el cinto tachonado
de esta esfera milagrosa.
Y, para que todo admire
y todo asombre, no hay cosa
que de liberal no pase
hasta el estremo de pródiga.
Milán con sus ricas telas
allí va en vista curiosa;
las Indias con sus diamantes,
y Arabia con sus aromas.
Con los mal intencionados
va la envidia mordedora,
y la bondad en los pechos
de la lealtad española.
La alegría universal,
huyendo de la congoja,
calles y plazas discurre,
descompuesta y casi loca.
A mil mudas bendiciones
abre el silencio la boca,
y repiten los muchachos
lo que los hombres entonan.
Cuál dice: «Fecunda vid,
crece, sube, abraza y toca
el olmo felice tuyo
que mil siglos te haga sombra
para gloria de ti misma,
para bien de España y honra,
para arrimo de la Iglesia,
para asombro de Mahoma».
Otra lengua clama y dice:
«Vivas, ¡oh blanca paloma!,
que nos has de dar por crías
águilas de dos coronas,
para ahuyentar de los aires
las de rapiña furiosas;
para cubrir con sus alas
a las virtudes medrosas».
Otra, más discreta y grave,
más aguda y más curiosa
dice, vertiendo alegría
por los ojos y la boca:
«Esta perla que nos diste,
nácar de Austria, única y sola,
¡qué de máquinas que rompe!,
¡qué [de] disignios que corta!,
¡qué de esperanzas que infunde!,
¡qué de deseos mal logra!,
¡qué de temores aumenta!,
¡qué de preñados aborta!»
En esto, se llegó al templo
del Fénix santo que en Roma
fue abrasado, y quedó vivo
en la fama y en la gloria.
A la imagen de la vida,
a la del cielo Señora,
a la que por ser humilde
las estrellas pisa agora,
a la Madre y Virgen junto,
a la Hija y a la Esposa
de Dios, hincada de hinojos,
Margarita así razona:
«Lo que me has dado te doy,
mano siempre dadivosa;
que a do falta el favor tuyo,
siempre la miseria sobra.
Las primicias de mis frutos
te ofrezco, Virgen hermosa:
tales cuales son las mira,
recibe, ampara y mejora.
A su padre te encomiendo,
que, humano Atlante, se encorva
al peso de tantos reinos
y de climas tan remotas.
Sé que el corazón del Rey
en las manos de Dios mora,
y sé que puedes con Dios
cuanto quieres piadosa».
Acabada esta oración,
otra semejante entonan
himnos y voces que muestran
que está en el suelo la Gloria.
Acabados los oficios
con reales ceremonias,
volvió a su punto este cielo
y esfera maravillosa.
Apenas acabó Preciosa su romance, cuando del ilustre auditorio y grave senado
que la oía, de muchas se formó una voz sola que dijo:
-¡Torna a cantar, Preciosica, que no faltarán cuartos como tierra!
Más de docientas personas estaban mirando el baile y escuchando el canto de las
gitanas, y en la fuga dél acertó a pasar por allí uno de los tinientes de la
villa, y, viendo tanta gente junta, preguntó qué era; y fuele respondido que
estaban escuchando a la gitanilla hermosa, que cantaba. Llegóse el tiniente, que
era curioso, y escuchó un rato, y, por no ir contra su gravedad, no escuchó el
romance hasta la fin; y, habiéndole parecido por todo estremo bien la gitanilla,
mandó a un paje suyo dijese a la gitana vieja que al anochecer fuese a su casa
con las gitanillas, que quería que las oyese doña Clara, su mujer. Hízolo así el
paje, y la vieja dijo que sí iría.
Acabaron el baile y el canto, y mudaron lugar; y en esto llegó un paje muy bien
aderezado a Preciosa, y, dándole un papel doblado, le dijo:
-Preciosica, canta el romance que aquí va, porque es muy bueno, y yo te daré
otros de cuando en cuando, con que cobres fama de la mejor romancera del mundo.
-Eso aprenderé yo de muy buena gana -respondió Preciosa-; y mire, señor, que no
me deje de dar los romances que dice, con tal condición que sean honestos; y si
quisiere que se los pague, concertémonos por docenas, y docena cantada y docena
pagada; porque pensar que le tengo de pagar adelantado es pensar lo imposible.
-Para papel, siquiera, que me dé la señora Preciosica -dijo el paje-, estaré
contento; y más, que el romance que no saliere bueno y honesto, no ha de entrar
en cuenta.
-A la mía quede el escogerlos -respondió Preciosa.
Y con esto, se fueron la calle adelante, y desde una reja llamaron unos
caballeros a las gitanas. Asomóse Preciosa a la reja, que era baja, y vio en una
sala muy bien aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose y
otros jugando a diversos juegos, se entretenían.
-¿Quiérenme dar barato, cenores? -dijo Preciosa (que, como gitana, hablaba
ceceoso, y esto es artificio en ellas, que no naturaleza).
A la voz de Preciosa y a su rostro, dejaron los que jugaban el juego y el paseo
los paseantes; y los unos y los otros acudieron a la reja por verla, que ya
tenían noticia della, y dijeron:
-Entren, entren las gitanillas, que aquí les daremos barato.
-Caro sería ello -respondió Preciosa- si nos pellizcacen.
-No, a fe de caballeros -respondió uno-; bien puedes entrar, niña, segura, que
nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito que traigo en el
pecho.
Y púsose la mano sobre uno de Calatrava.
-Si tú quieres entrar, Preciosa -dijo una de las tres gitanillas que iban con
ella-, entra en hora buena; que yo no pienso entrar adonde hay tantos hombres.
-Mira, Cristina -respondió Preciosa-: de lo que te has de guardar es de un
hombre solo y a solas, y no de tantos juntos; porque antes el ser muchos quita
el miedo y el recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de
una cosa: que la mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de
soldados lo puede ser. Verdad es que es bueno huir de las ocasiones, pero han de
ser de las secretas y no de las públicas.
-Entremos, Preciosa -dijo Cristina-, que tú sabes más que un sabio.
Animólas la gitana vieja, y entraron; y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el
caballero del hábito vio el papel que traía en el seno, y llegándose a ella se
le tomó, y dijo Preciosa:
-¡Y no me le tome, señor, que es un romance que me acaban de dar ahora, que aún
no le he leído!
-Y ¿sabes tú leer, hija? -dijo uno.
-Y escribir -respondió la vieja-; que a mi nieta hela criado yo como si fuera
hija de un letrado.
Abrió el caballero el papel y vio que venía dentro dél un escudo de oro, y dijo:
-En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte dentro; toma este escudo que
en el romance viene.
-¡Basta! -dijo Preciosa-, que me ha tratado de pobre el poeta, pues cierto que
es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle; si con esta
añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general y
envíemelos uno a uno, que yo les tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré yo
blanda en recebillos.
Admirados quedaron los que oían a la gitanica, así de su discreción como del
donaire con que hablaba.
-Lea, señor -dijo ella-, y lea alto; veremos si es tan discreto ese poeta como
es liberal.
Y el caballero leyó así:
-Gitanica, que de hermosa
te pueden dar parabienes:
por lo que de piedra tienes
te llama el mundo Preciosa.
Desta verdad me asegura
esto, como en ti verás;
que no se apartan jamás
la esquiveza y la hermosura.
Si como en valor subido
vas creciendo en arrogancia,
no le arriendo la ganancia
a la edad en que has nacido;
que un basilisco se cría
en ti, que mate mirando,
y un imperio que, aunque blando,
nos parezca tiranía.
Entre pobres y aduares,
¿cómo nació tal belleza?
O ¿cómo crió tal pieza
el humilde Manzanares?
Por esto será famoso
al par del Tajo dorado
y por Preciosa preciado
más que el Ganges caudaloso.
Dices la buenaventura,
y dasla mala contino;
que no van por un camino
tu intención y tu hermosura.
Porque en el peligro fuerte
de mirarte o contemplarte
tu intención va a desculparte,
y tu hermosura a dar muerte.
Dicen que son hechiceras
todas las de tu nación,
pero tus hechizos son
de más fuerzas y más veras;
pues por llevar los despojos
de todos cuantos te ven,
haces, ¡oh niña!, que estén
tus hechizos en tus ojos.
En sus fuerzas te adelantas,
pues bailando nos admiras,
y nos matas si nos miras,
y nos encantas si cantas.
De cien mil modos hechizas:
hables, calles, cantes, mires;
o te acerques, o retires,
el fuego de amor atizas.
Sobre el más esento pecho
tienes mando y señorío,
de lo que es testigo el mío,
de tu imperio satisfecho.
Preciosa joya de amor,
esto humildemente escribe
el que por ti muere y vive,
pobre, aunque humilde amador.
-En «pobre» acaba el último verso -dijo a esta sazón Preciosa-: ¡mala señal!
Nunca los enamorados han de decir que son pobres, porque a los principios, a mi
parecer, la pobreza es muy enemiga del amor.
-¿Quién te enseña eso, rapaza? -dijo uno.
-¿Quién me lo ha de enseñar? -respondió Preciosa-. ¿No tengo yo mi alma en mi
cuerpo? ¿No tengo ya quince años? Y no soy manca, ni renca, ni estropeada del
entendimiento. Los ingenios de las gitanas van por otro norte que los de las
demás gentes: siempre se adelantan a sus años; no hay gitano necio, ni gitana
lerda; que, como el sustentar su vida consiste en ser agudos, astutos y
embusteros, despabilan el ingenio a cada paso, y no dejan que críe moho en
ninguna manera. ¿Veen estas muchachas, mis compañeras, que están callando y
parecen bobas? Pues éntrenles el dedo en la boca y tiéntenlas las cordales, y
verán lo que verán. No hay muchacha de doce que no sepa lo que de veinte y
cinco, porque tienen por maestros y preceptores al diablo y al uso, que les
enseña en una hora lo que habían de aprender en un año.
Con esto que la gitanilla decía, tenía suspensos a los oyentes, y los que
jugaban le dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la vieja
treinta reales, y más rica y más alegre que una Pascua de Flores, antecogió sus
corderas y fuese en casa del señor teniente, quedando que otro día volvería con
su manada a dar contento aquellos tan liberales señores.
Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor teniente, cómo habían de ir
a su casa las gitanillas, y estábalas esperando como el agua de mayo ella y sus
doncellas y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron
para ver a Preciosa. Y apenas hubieron entrado las gitanas, cuando entre las
demás resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces
menores. Y así, corrieron todas a ella: unas la abrazaban, otras la miraban,
éstas la bendecían, aquéllas la alababan. Doña Clara decía:
-¡Éste sí que se puede decir cabello de oro! ¡Éstos sí que son ojos de
esmeraldas!
La señora su vecina la desmenuzaba toda, y hacía pepitoria de todos sus miembros
y coyunturas. Y, llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la
barba, dijo:
-¡Ay, qué hoyo! En este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.
Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de
luenga barba y largos años, y dijo:
-¿Ése llama vuesa merced hoyo, señora mía? Pues yo sé poco de hoyos, o ése no es
hoyo, sino sepultura de deseos vivos. ¡Por Dios, tan linda es la gitanilla que
hecha de plata o de alcorza no podría ser mejor! ¿Sabes decir la buenaventura,
niña?
-De tres o cuatro maneras -respondió Preciosa.
-¿Y eso más? -dijo doña Clara-. Por vida del tiniente, mi señor, que me la has
de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de carbuncos, y
niña del cielo, que es lo más que puedo decir.
-Denle, denle la palma de la mano a la niña, y con qué haga la cruz -dijo la
vieja-, y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un doctor de melecina.
Echó mano a la faldriquera la señora tenienta, y halló que no tenía blanca.
Pidió un cuarto a sus criadas, y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco.
Lo cual visto por Preciosa, dijo:
-Todas las cruces, en cuanto cruces, son buenas; pero las de plata o de oro son
mejores; y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre, sepan
vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, a lo menos la mía; y así, tengo
afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro, o con algún real de a
ocho, o, por lo menos, de a cuatro, que soy como los sacristanes: que cuando hay
buena ofrenda, se regocijan.
-Donaire tienes, niña, por tu vida -dijo la señora vecina.
Y, volviéndose al escudero, le dijo:
-Vos, señor Contreras, ¿tendréis a mano algún real de a cuatro? Dádmele, que, en
viniendo el doctor, mi marido, os le volveré.
-Sí tengo -respondió Contreras-, pero téngole empeñado en veinte y dos maravedís
que cené anoche. Dénmelos, que yo iré por él en volandas.
-No tenemos entre todas un cuarto -dijo doña Clara-, ¿y pedís veinte y dos
maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.
Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo a
Preciosa:
-Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata?
-Antes -respondió Preciosa-, se hacen las cruces mejores del mundo con dedales
de plata, como sean muchos.
-Uno tengo yo -replicó la doncella-; si éste basta, hele aquí, con condición que
también se me ha de decir a mí la buenaventura.
-¿Por un dedal tantas buenasventuras? -dijo la gitana vieja-. Nieta, acaba
presto, que se hace noche.
Tomó Preciosa el dedal y la mano de la señora tenienta, y dijo:
-Hermosita, hermosita,
la de las manos de plata,
más te quiere tu marido
que el Rey de las Alpujarras.
Eres paloma sin hiel,
pero a veces eres brava
como leona de Orán,
o como tigre de Ocaña.
Pero en un tras, en un tris,
el enojo se te pasa,
y quedas como alfinique,
o como cordera mansa.
Riñes mucho y comes poco:
algo celosita andas;
que es juguetón el tiniente,
y quiere arrimar la vara.
Cuando doncella, te quiso
uno de una buena cara;
que mal hayan los terceros,
que los gustos desbaratan.
Si a dicha tú fueras monja,
hoy tu convento mandaras,
porque tienes de abadesa
más de cuatrocientas rayas.
No te lo quiero decir...;
pero poco importa, vaya:
enviudarás, y otra vez,
y otras dos, serás casada.
No llores, señora mía;
que no siempre las gitanas
decimos el Evangelio;
no llores, señora, acaba.
Como te mueras primero
que el señor tiniente, basta
para remediar el daño
de la viudez que amenaza.
Has de heredar, y muy presto,
hacienda en mucha abundancia;
tendrás un hijo canónigo,
la iglesia no se señala;
de Toledo no es posible.
Una hija rubia y blanca
tendrás, que si es religiosa,
también vendrá a ser perlada.
Si tu esposo no se muere
dentro de cuatro semanas,
verásle corregidor
de Burgos o Salamanca.
Un lunar tienes, ¡qué lindo!
¡Ay Jesús, qué luna clara!
¡Qué sol, que allá en los antípodas
escuros valles aclara!
Más de dos ciegos por verle
dieran más de cuatro blancas.
¡Agora sí es la risica!
¡Ay, que bien haya esa gracia!
Guárdate de las caídas,
principalmente de espaldas,
que suelen ser peligrosas
en las principales damas.
Cosas hay más que decirte;
si para el viernes me aguardas,
las oirás, que son de gusto,
y algunas hay de desgracias.
Acabó su buenaventura Preciosa, y con ella encendió el deseo de todas las
circunstantes en querer saber la suya; y así se lo rogaron todas, pero ella las
remitió para el viernes venidero, prometiéndole que tendrían reales de plata
para hacer las cruces.
En esto vino el señor tiniente, a quien contaron maravillas de la gitanilla; él
las hizo bailar un poco, y confirmó por verdaderas y bien dadas las alabanzas
que a Preciosa habían dado; y, poniendo la mano en la faldriquera, hizo señal de
querer darle algo, y, habiéndola espulgado, y sacudido, y rascado muchas veces,
al cabo sacó la mano vacía y dijo:
-¡Por Dios, que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica,
que yo os le daré después.
-¡Bueno es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No hemos
tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y quiere
que tengamos un real?
-Pues dadle alguna valoncica vuestra, o alguna cosita; que otro día nos volverá
a ver Preciosa, y la regalaremos mejor.
A lo cual dijo doña Clara:
-Pues, porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.
Antes, si no me dan nada -dijo Preciosa-, nunca más volveré acá. Mas sí volveré,
a servir a tan principales señores, pero trairé tragado que no me han de dar
nada, y ahorraréme la fatiga del esperallo. Coheche vuesa merced, señor tiniente;
coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre. Mire,
señora: por ahí he oído decir (y, aunque moza, entiendo que no son buenos
dichos) que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones
de las residencias y para pretender otros cargos.
-Así lo dicen y lo hacen los desalmados -replicó el teniente-, pero el juez que
da buena residencia no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado
bien su oficio será el valedor para que le den otro.
-Habla vuesa merced muy a lo santo, señor teniente -respondió Preciosa-; ándese
a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.
-Mucho sabes, Preciosa -dijo el tiniente-. Calla, que yo daré traza que sus
Majestades te vean, porque eres pieza de reyes.
-Querránme para truhana -respondió Preciosa-, y yo no lo sabré ser, y todo irá
perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían, pero en algunos
palacios más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con ser
gitana y pobre, y corra la suerte por donde el cielo quisiere.
-Ea, niña -dijo la gitana vieja-, no hables más, que has hablado mucho, y sabes
más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles tanto, que te despuntarás; habla
de aquello que tus años permiten, y no te metas en altanerías, que no hay
ninguna que no amenace caída.
-¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! -dijo a esta sazón el tiniente.
Despidiéronse las gitanas, y, al irse, dijo la doncella del dedal:
-Preciosa, dime la buenaventura, o vuélveme mi dedal, que no me queda con qué
hacer labor.
-Señora doncella -respondió Preciosa-, haga cuenta que se la he dicho y provéase
de otro dedal, o no haga vainillas hasta el viernes, que yo volveré y le diré
más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.
Fuéronse y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las avemarías
suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas; y entre otras vuelven muchas,
con quien siempre se acompañaban las gitanas, y volvían seguras; porque la
gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa.
Sucedió, pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la garrama
con las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos pasos
antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente aderezado
de camino. La espada y daga que traía eran, como decirse suele, una ascua de
oro; sombrero con rico cintillo y con plumas de diversas colores adornado.
Repararon las gitanas en viéndole, y pusiéronsele a mirar muy de espacio,
admiradas de que a tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar, a
pie y solo.
Él se llegó a ellas, y, hablando con la gitana mayor, le dijo:
-Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí
aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.
-Como no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora -respondió
la vieja.
Y, llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos; y así,
en pie, como estaban, el mancebo les dijo:
-Yo vengo de manera rendido a la discreción y belleza de Preciosa, que después
de haberme hecho mucha fuerza para escusar llegar a este punto, al cabo he
quedado más rendido y más imposibilitado de escusallo. Yo, señoras mías (que
siempre os he de dar este nombre, si el cielo mi pretensión favorece), soy
caballero, como lo puede mostrar este hábito -y, apartando el herreruelo,
descubrió en el pecho uno de los más calificados que hay en España-; soy hijo de
Fulano -que por buenos respectos aquí no se declara su nombre-; estoy debajo de
su tutela y amparo, soy hijo único, y el que espera un razonable mayorazgo. Mi
padre está aquí en la Corte pretendiendo un cargo, y ya está consultado, y tiene
casi ciertas esperanzas de salir con él. Y, con ser de la calidad y nobleza que
os he referido, y de la que casi se os debe ya de ir trasluciendo, con todo eso,
quisiera ser un gran señor para levantar a mi grandeza la humildad de Preciosa,
haciéndola mi igual y mi señora. Yo no la pretendo para burlalla, ni en las
veras del amor que la tengo puede caber género de burla alguna; sólo quiero
servirla del modo que ella más gustare: su voluntad es la mía. Para con ella es
de cera mi alma, donde podrá imprimir lo que quisiere; y para conservarlo y
guardarlo no será como impreso en cera, sino como esculpido en mármoles, cuya
dureza se opone a la duración de los tiempos. Si creéis esta verdad, no admitirá
ningún desmayo mi esperanza; pero si no me creéis, siempre me tendrá temeroso
vuestra duda. Mi nombre es éste -y díjosele-; el de mi padre ya os le he dicho.
La casa donde vive es en tal calle, y tiene tales y tales señas; vecinos tiene
de quien podréis informaros, y aun de los que no son vecinos también, que no es
tan escura la calidad y el nombre de mi padre y el mío, que no le sepan en los
patios de palacio, y aun en toda la Corte. Cien escudos traigo aquí en oro para
daros en arra y señal de lo que pienso daros, porque no ha de negar la hacienda
el que da el alma.
En tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando Preciosa atentamente, y
sin duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle; y,
volviéndose a la vieja, le dijo:
-Perdóneme, abuela, de que me tomo licencia para responder a este tan enamorado
señor.
-Responde lo que quisieres, nieta -respondió la vieja-, que yo sé que tienes
discreción para todo.
Y Preciosa dijo:
-Yo, señor caballero, aunque soy gitana pobre y humildemente nacida, tengo un
cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A mí ni
me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me
espantan finezas enamoradas; y, aunque de quince años (que, según la cuenta de
mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya vieja en los pensamientos y
alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la
esperiencia. Pero, con lo uno o con lo otro, sé que las pasiones amorosas en los
recién enamorados son como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de
sus quicios; la cual, atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja
tras su deseo, y, pensando dar con la gloria de sus ojos, da con el infierno de
sus pesadumbres. Si alcanza lo que desea, mengua el deseo con la posesión de la
cosa deseada, y quizá, abriéndose entonces los ojos del entendimiento, se vee
ser bien que se aborrezca lo que antes se adoraba. Este temor engendra en mí un
recato tal, que ningunas palabras creo y de muchas obras dudo. Una sola joya
tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la de mi entereza y
virginidad, y no la tengo de vender a precio de promesas ni dádivas, porque, en
fin, será vendida, y si puede ser comprada, será de muy poca estima; ni me la
han de llevar trazas ni embelecos: antes pienso irme con ella a la sepultura, y
quizá al cielo, que ponerla en peligro que quimeras y fantasías soñadas la
embistan o manoseen. Flor es la de la virginidad que, a ser posible, aun con la
imaginación no había de dejar ofenderse. Cortada la rosa del rosal, ¡con qué
brevedad y facilidad se marchita! Éste la toca, aquél la huele, el otro la
deshoja, y, finalmente, entre las manos rústicas se deshace. Si vos, señor, por
sola esta prenda venís, no la habéis de llevar sino atada con las ligaduras y
lazos del matrimonio; que si la virginidad se ha de inclinar, ha de ser a este
santo yugo, que entonces no sería perderla, sino emplearla en ferias que felices
ganancias prometen. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré vuestra, pero han
de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero tengo de saber
si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de dejar la casa de
vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros ranchos; y, tomando el traje
de gitano, habéis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me
satisfaré yo de vuestra condición, y vos de la mía; al cabo del cual, si vos os
contentáredes de mí, y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta
entonces tengo de ser vuestra hermana en el trato, y vuestra humilde en
serviros. Y habéis de considerar que en el tiempo deste noviciado podría ser que
cobrásedes la vista, que ahora debéis de tener perdida, o, por lo menos,
turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que ahora seguís con tanto
ahínco. Y, cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se perdona
cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a ser soldado de
nuestra milicia, en vuestra mano está, pues, faltando alguna dellas, no habéis
de tocar un dedo de la mía.
Pasmóse el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando al
suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía. Viendo lo cual
Preciosa, tornó a decirle:
-No es este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo
pueda ni deba resolverse. Volveos, señor, a la villa, y considerad de espacio lo
que viéredes que más os convenga, y en este mismo lugar me podéis hablar todas
las fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.
A lo cual respondió el gentilhombre:
-Cuando el cielo me dispuso para quererte, Preciosa mía, determiné de hacer por
ti cuanto tu voluntad acertase a pedirme, aunque nunca cupo en mi pensamiento
que me habías de pedir lo que me pides; pero, pues es tu gusto que el mío al
tuyo se ajuste y acomode, cuéntame por gitano desde luego, y haz de mí todas las
esperiencias que más quisieres; que siempre me has de hallar el mismo que ahora
te significo. Mira cuándo quieres que mude el traje, que yo querría que fuese
luego; que, con ocasión de ir a Flandes, engañaré a mis padres y sacaré dineros
para gastar algunos días, y serán hasta ocho los que podré tardar en acomodar mi
partida. A los que fueren conmigo yo los sabré engañar de modo que salga con mi
determinación. Lo que te pido es (si es que ya puedo tener atrevimiento de
pedirte y suplicarte algo) que, si no es hoy, donde te puedes informar de mi
calidad y de la de mis padres, que no vayas más a Madrid; porque no querría que
algunas de las demasiadas ocasiones que allí pueden ofrecerse me saltease la
buena ventura que tanto me cuesta.
-Eso no, señor galán -respondió Preciosa-: sepa que conmigo ha de andar siempre
la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los celos;
y entienda que no la tomaré tan demasiada, que no se eche de ver desde bien
lejos que llega mi honestidad a mi desenvoltura; y en el primero cargo en que
quiero estaros es en el de la confianza que habéis de hacer de mí. Y mirad que
los amantes que entran pidiendo celos, o son simples o confiados.
-Satanás tienes en tu pecho, muchacha -dijo a esta sazón la gitana vieja-: ¡mira
que dices cosas que no las diría un colegial de Salamanca! Tú sabes de amor, tú
sabes de celos, tú de confianzas: ¿cómo es esto?, que me tienes loca, y te estoy
escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin saberlo.
-Calle, abuela -respondió Preciosa-, y sepa que todas las cosas que me oye son
nonada, y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el pecho.
Todo cuanto Preciosa decía y toda la discreción que mostraba era añadir leña al
fuego que ardía en el pecho del enamorado caballero. Finalmente, quedaron en que
de allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde él vendría a dar
cuenta del término en que sus negocios estaban, y ellas habrían tenido tiempo de
informarse de la verdad que les había dicho. Sacó el mozo una bolsilla de
brocado, donde dijo que iban cien escudos de oro, y dióselos a la vieja; pero no
quería Preciosa que los tomase en ninguna manera, a quien la gitana dijo:
-Calla, niña, que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es
haber entregado las armas en señal de rendimiento; y el dar, en cualquiera
ocasión que sea, siempre fue indicio de generoso pecho. Y acuérdate de aquel
refrán que dice: «Al cielo rogando, y con el mazo dando». Y más, que no quiero
yo que por mí pierdan las gitanas el nombre que por luengos siglos tienen
adquerido de codiciosas y aprovechadas. ¿Cien escudos quieres tú que deseche,
Preciosa, y de oro en oro, que pueden andar cosidos en el alforza de una saya
que no valga dos reales, y tenerlos allí como quien tiene un juro sobre las
yerbas de Estremadura? Y si alguno de nuestros hijos, nietos o parientes cayere,
por alguna desgracia, en manos de la justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue
a la oreja del juez y del escribano como destos escudos, si llegan a sus bolsas?
Tres veces por tres delitos diferentes me he visto casi puesta en el asno para
ser azotada, y de la una me libró un jarro de plata, y de la otra una sarta de
perlas, y de la otra cuarenta reales de a ocho que había trocado por cuartos,
dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en oficio muy
peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas, y no hay defensas que
más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran Filipo: no
hay pasar adelante de su Plus ultra. Por un doblón de dos caras se nos muestra
alegre la triste del procurador y de todos los ministros de la muerte, que son
arpías de nosotras, las pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a
nosotras que a un salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas que
nos vean, nos tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones de los
gabachos de Belmonte: rotos y grasientos, y llenos de doblones.
-Por vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas
leyes, en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los emperadores:
quédese con ellos, y buen provecho le hagan, y plega a Dios que los entierre en
sepultura donde jamás tornen a ver la claridad del sol, ni haya necesidad que la
vean. A estas nuestras compañeras será forzoso darles algo, que ha mucho que nos
esperan, y ya deben de estar enfadadas.
-Así verán ellas -replicó la vieja- moneda déstas, como veen al Turco agora.
Este buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y los
repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
-Sí traigo -dijo el galán.
Y sacó de la faldriquera tres reales de a ocho, que repartió entre las tres
gitanillas, con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele quedar un
autor de comedias cuando, en competencia de otro, le suelen retular por la
esquinas: «Víctor, Víctor».
En resolución, concertaron, como se ha dicho, la venida de allí a ocho días, y
que se había de llamar, cuando fuese gitano, Andrés Caballero; porque también
había gitanos entre ellos deste apellido.
No tuvo atrevimiento Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) de abrazar
a Preciosa; antes, enviándole con la vista el alma, sin ella, si así decirse
puede, las dejó y se entró en Madrid; y ellas, contentísimas, hicieron lo mismo.
Preciosa, algo aficionada, más con benevolencia que con amor, de la gallarda
disposición de Andrés, ya deseaba informarse si era el que había dicho. Entró en
Madrid, y, a pocas calles andadas, encontró con el paje poeta de las coplas y el
escudo; y cuando él la vio, se llegó a ella, diciendo:
-Vengas en buen hora, Preciosa: ¿leíste por ventura las coplas que te di el otro
día?
A lo que Preciosa respondió:
-Primero que le responda palabra, me ha de decir una verdad, por vida de lo que
más quiere.
-Conjuro es ése -respondió el paje- que, aunque el decirla me costase la vida,
no la negaré en ninguna manera.
-Pues la verdad que quiero que me diga -dijo Preciosa- es si por ventura es
poeta.
-A serlo -replicó el paje-, forzosamente había de ser por ventura. Pero has de
saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen; y así, yo no lo
soy, sino un aficionado a la poesía. Y para lo que he menester, no voy a pedir
ni a buscar versos ajenos: los que te di son míos, y éstos que te doy agora
también; mas no por esto soy poeta, ni Dios lo quiera.
-¿Tan malo es ser poeta? -replicó Preciosa.
-No es malo -dijo el paje-, pero el ser poeta a solas no lo tengo por muy bueno.
Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima, cuyo dueño no la trae
cada día, ni la muestra a todas gentes, ni a cada paso, sino cuando convenga y
sea razón que la muestre. La poesía es una bellísima doncella, casta, honesta,
discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los límites de la discreción más
alta. Es amiga de la soledad, las fuentes la entretienen, los prados la
consuelan, los árboles la desenojan, las flores la alegran, y, finalmente,
deleita y enseña a cuantos con ella comunican.
-Con todo eso -respondió Preciosa-, he oído decir que es pobrísima y que tiene
algo de mendiga.
-Antes es al revés -dijo el paje-, porque no hay poeta que no sea rico, pues
todos viven contentos con su estado: filosofía que la alcanzan pocos. Pero, ¿qué
te ha movido, Preciosa, a hacer esta pregunta?
-Hame movido -respondió Preciosa- porque, como yo tengo a todos o los más poetas
por pobres, causóme maravilla aquel escudo de oro que me distes entre vuestros
versos envuelto; mas agora que sé que no sois poeta, sino aficionado de la
poesía, podría ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, a causa que por aquella
parte que os toca de hacer coplas se ha de desaguar cuanta hacienda tuviéredes;
que no hay poeta, según dicen, que sepa conservar la hacienda que tiene ni
granjear la que no tiene.
-Pues yo no soy désos -replicó el paje-: versos hago, y no soy rico ni pobre; y
sin sentirlo ni descontarlo, como hacen los ginoveses sus convites, bien puedo
dar un escudo, y dos, a quien yo quisiere. Tomad, preciosa perla, este segundo
papel y este escudo segundo que va en él, sin que os pongáis a pensar si soy
poeta o no; sólo quiero que penséis y creáis que quien os da esto quisiera tener
para daros las riquezas de Midas.
Y, en esto, le dio un papel; y, tentándole Preciosa, halló que dentro venía el
escudo, y dijo:
-Este papel ha de vivir muchos años, porque trae dos almas consigo: una, la del
escudo, y otra, la de los versos, que siempre vienen llenos de almas y
corazones. Pero sepa el señor paje que no quiero tantas almas conmigo, y si no
saca la una, no haya miedo que reciba la otra; por poeta le quiero, y no por
dadivoso, y desta manera tendremos amistad que dure; pues más aína puede faltar
un escudo, por fuerte que sea, que la hechura de un romance.
-Pues así es -replicó el paje- que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por
fuerza, no deseches el alma que en ese papel te envío, y vuélveme el escudo;
que, como le toques con la mano, le tendré por reliquia mientras la vida me
durare.
Sacó Preciosa el escudo del papel, y quedóse con el papel, y no le quiso leer en
la calle. El paje se despidió, y se fue contentísimo, creyendo que ya Preciosa
quedaba rendida, pues con tanta afabilidad le había hablado.
Y, como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés, sin
querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en la calle
do estaba, que ella muy bien sabía; y, habiendo andado hasta la mitad, alzó los
ojos a unos balcones de hierro dorados, que le habían dado por señas, y vio en
ella a un caballero de hasta edad de cincuenta años, con un hábito de cruz
colorada en los pechos, de venerable gravedad y presencia; el cual, apenas
también hubo visto la gitanilla, cuando dijo:
-Subid, niñas, que aquí os darán limosna.
A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros, y entre ellos vino el
enamorado Andrés, que, cuando vio a Preciosa, perdió la color y estuvo a punto
de perder los sentidos: tanto fue el sobresalto que recibió con su vista.
Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para
informarse de los criados de las verdades de Andrés.
Al entrar las gitanillas en la sala, estaba diciendo el caballero anciano a los
demás:
-Ésta debe de ser, sin duda, la gitanilla hermosa que dicen que anda por Madrid.
-Ella es -replicó Andrés-, y sin duda es la más hermosa criatura que se ha
visto.
-Así lo dicen -dijo Preciosa, que lo oyó todo en entrando-, pero en verdad que
se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo soy;
pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
-¡Por vida de don Juanico, mi hijo, -dijo el anciano-, que aún sois más hermosa
de lo que dicen, linda gitana!
-Y ¿quién es don Juanico, su hijo? -preguntó Preciosa.
-Ese galán que está a vuestro lado -respondió el caballero.
-En verdad que pensé -dijo Preciosa- que juraba vuestra merced por algún niño de
dos años: ¡mirad qué don Juanico, y qué brinco! A mi verdad, que pudiera ya
estar casado, y que, según tiene unas rayas en la frente, no pasarán tres años
sin que lo esté, y muy a su gusto, si es que desde aquí allá no se le pierde o
se le trueca.
-¡Basta! -dijo uno de los presentes-; ¿qué sabe la gitanilla de rayas?
En esto, las tres gitanillas que iban con Preciosa, todas tres se arrimaron a un
rincón de la sala, y, cosiéndose las bocas unas con otras, se juntaron por no
ser oídas. Dijo la Cristina:
-Muchachas, éste es el caballero que nos dio esta mañana los tres reales de a
ocho.
-Así es la verdad -respondieron ellas-, pero no se lo mentemos, ni le digamos
nada, si él no nos lo mienta; ¿qué sabemos si quiere encubrirse?
En tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa a lo de las rayas:
-Lo que veo con los ojos, con el dedo lo adivino. Yo sé del señor don Juanico,
sin rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado, y gran prometedor de
cosas que parecen imposibles; y plega a Dios que no sea mentirosito, que sería
lo peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos de aquí, y uno piensa el
bayo y otro el que le ensilla; el hombre pone y Dios dispone; quizá pensará que
va a Óñez y dará en Gamboa.
A esto respondió don Juan:
-En verdad, gitanica, que has acertado en muchas cosas de mi condición, pero en
lo de ser mentiroso vas muy fuera de la verdad, porque me precio de decirla en
todo acontecimiento. En lo del viaje largo has acertado, pues, sin duda, siendo
Dios servido, dentro de cuatro o cinco días me partiré a Flandes, aunque tú me
amenazas que he de torcer el camino, y no querría que en él me sucediese algún
desmán que lo estorbase.
-Calle, señorito -respondió Preciosa-, y encomiéndese a Dios, que todo se hará
bien; y sepa que yo no sé nada de lo que digo, y no es maravilla que, como hablo
mucho y a bulto, acierte en alguna cosa, y yo querría acertar en persuadirte a
que no te partieses, sino que sosegases el pecho y te estuvieses con tus padres,
para darles buena vejez; porque no estoy bien con estas idas y venidas a
Flandes, principalmente los mozos de tan tierna edad como la tuya. Déjate crecer
un poco, para que puedas llevar los trabajos de la guerra; cuanto más, que harta
guerra tienes en tu casa: hartos combates amorosos te sobresaltan el pecho.
Sosiega, sosiega, alborotadito, y mira lo que haces primero que te cases, y
danos una limosnita por Dios y por quien tú eres; que en verdad que creo que
eres bien nacido. Y si a esto se junta el ser verdadero, yo cantaré la gala al
vencimiento de haber acertado en cuanto te he dicho.
-Otra vez te he dicho, niña -respondió el don Juan que había de ser Andrés
Caballero-, que en todo aciertas, sino en el temor que tienes que no debo de ser
muy verdadero; que en esto te engañas, sin alguna duda. La palabra que yo doy en
el campo, la cumpliré en la ciudad y adonde quiera, sin serme pedida, pues no se
puede preciar de caballero quien toca en el vicio de mentiroso. Mi padre te dará
limosna por Dios y por mí; que en verdad que esta mañana di cuanto tenía a unas
damas, que a ser tan lisonjeras como hermosas, especialmente una dellas, no me
arriendo la ganancia.
Oyendo esto Cristina, con el recato de la otra vez, dijo a las demás gitanas:
-¡Ay, niñas, que me maten si no lo dice por los tres reales de a ocho que nos
dio esta mañana!
-No es así -respondió una de las dos-, porque dijo que eran damas, y nosotras no
lo somos; y, siendo él tan verdadero como dice, no había de mentir en esto.
-No es mentira de tanta consideración -respondió Cristina- la que se dice sin
perjuicio de nadie, y en provecho y crédito del que la dice. Pero, con todo
esto, veo que no nos dan nada, ni nos mandan bailar.
Subió en esto la gitana vieja, y dijo:
-Nieta, acaba, que es tarde y hay mucho que hacer y más que decir.
-Y ¿qué hay, abuela? -preguntó Preciosa-. ¿Hay hijo o hija?
-Hijo, y muy lindo -respondió la vieja-. Ven, Preciosa, y oirás verdaderas
maravillas.
-¡Plega a Dios que no muera de sobreparto! -dijo Preciosa.
-Todo se mirará muy bien -replicó la vieja-; cuanto más, que hasta aquí todo ha
sido parto derecho, y el infante es como un oro.
-¿Ha parido alguna señora? -preguntó el padre de Andrés Caballero.
-Sí, señor -respondió la gitana-, pero ha sido el parto tan secreto, que no le
sabe sino Preciosa y yo, y otra persona; y así, no podemos decir quién es.
-Ni aquí lo queremos saber -dijo uno de los presentes-, pero desdichada de
aquella que en vuestras lenguas deposita su secreto, y en vuestra ayuda pone su
honra.
-No todas somos malas -respondió Preciosa-: quizá hay alguna entre nosotras que
se precia de secreta y de verdadera, tanto cuanto el hombre más estirado que hay
en esta sala; y vámonos, abuela, que aquí nos tienen en poco; pues en verdad que
no somos ladronas ni rogamos a nadie.
-No os enojéis, Preciosa -dijo el padre-; que, a lo menos de vos, imagino que no
se puede presumir cosa mala, que vuestro buen rostro os acredita y sale por
fiador de vuestras buenas obras. Por vida de Preciosita, que bailéis un poco con
vuestras compañeras; que aquí tengo un doblón de oro de a dos caras, que ninguna
es como la vuestra, aunque son de dos reyes.
Apenas hubo oído esto la vieja, cuando dijo:
-Ea, niñas, haldas en cinta, y dad contento a estos señores.
Tomó las sonajas Preciosa, y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos
sus lazos con tanto donaire y desenvoltura, que tras los pies se llevaban los
ojos de cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se iban entre
los pies de Preciosa, como si allí tuvieran el centro de su gloria. Pero
turbósela la suerte de manera que se la volvió en infierno; y fue el caso que en
la fuga del baile se le cayó a Preciosa el papel que le había dado el paje, y,
apenas hubo caído, cuando le alzó el que no tenía buen concepto de las gitanas,
y, abriéndole al punto, dijo:
-¡Bueno; sonetico tenemos! Cese el baile, y escúchenle; que, según el primer
verso, en verdad que no es nada necio.
Pesóle a Preciosa, por no saber lo que en él venía, y rogó que no le leyesen, y
que se le volviesen; y todo el ahínco que en esto ponía eran espuelas que
apremiaban el deseo de Andrés para oírle. Finalmente, el caballero le leyó en
alta voz, y era éste:
-Cuando Preciosa el panderete toca
y hiere el dulce son los aires vanos,
perlas son que derrama con las manos;
flores son que despide de la boca.
Suspensa el alma, y la cordura loca,
queda a los dulces actos sobrehumanos,
que, de limpios, de honestos y de sanos,
su fama al cielo levantado toca.
Colgadas del menor de sus cabellos
mil almas lleva, y a sus plantas tiene
amor rendidas una y otra flecha.
Ciega y alumbra con sus soles bellos,
su imperio amor por ellos le mantiene,
y aún más grandezas de su ser sospecha.
-¡Por Dios -dijo el que leyó el soneto-, que tiene donaire el poeta que le
escribió!
-No es poeta, señor, sino un paje muy galán y muy hombre de bien -dijo Preciosa.
(Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir; que ésas no son
alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés, que las
escucha. ¿Queréislo ver, niña? Pues volved los ojos y veréisle desmayado encima
de la silla, con un trasudor de muerte; no penséis, doncella, que os ama tan de
burlas Andrés que no le hieran y sobresalten el menor de vuestros descuidos.
Llegaos a él en hora buena, y decilde algunas palabras al oído, que vayan
derechas al corazón y le vuelvan de su desmayo. ¡No, sino andaos a traer sonetos
cada día en vuestra alabanza, y veréis cuál os le ponen!)
Todo esto pasó así como se ha dicho: que Andrés, en oyendo el soneto, mil
celosas imaginaciones le sobresaltaron. No se desmayó, pero perdió la color de
manera que, viéndole su padre, le dijo:
-¿Qué tienes, don Juan, que parece que te vas a desmayar, según se te ha mudado
el color?
-Espérense -dijo a esta sazón Preciosa-: déjenmele decir unas ciertas palabras
al oído, y verán como no se desmaya.
Y, llegándose a él, le dijo, casi sin mover los labios:
-¡Gentil ánimo para gitano! ¿Cómo podréis, Andrés, sufrir el tormento de toca,
pues no podéis llevar el de un papel?
Y, haciéndole media docena de cruces sobre el corazón, se apartó dél; y entonces
Andrés respiró un poco, y dio a entender que las palabras de Preciosa le habían
aprovechado.
Finalmente, el doblón de dos caras se le dieron a Preciosa, y ella dijo a sus
compañeras que le trocaría y repartiría con ellas hidalgamente. El padre de
Andrés le dijo que le dejase por escrito las palabras que había dicho a don
Juan, que las quería saber en todo caso. Ella dijo que las diría de muy buena
gana, y que entendiesen que, aunque parecían cosa de burla, tenían gracia
especial para preservar el mal del corazón y los vaguidos de cabeza, y que las
palabras eran:
-«Cabecita, cabecita,
tente en ti, no te resbales,
y apareja dos puntales
de la paciencia bendita.
Solicita
la bonita
confiancita;
no te inclines
a pensamientos ruines;
verás cosas
que toquen en milagrosas,
Dios delante
y San Cristóbal gigante».
»Con la mitad destas palabras que le digan, y con seis cruces que le hagan sobre
el corazón a la persona que tuviere vaguidos de cabeza -dijo Preciosa-, quedará
como una manzana.
Cuando la gitana vieja oyó el ensalmo y el embuste, quedó pasmada; y más lo
quedó Andrés, que vio que todo era invención de su agudo ingenio. Quedáronse con
el soneto, porque no quiso pedirle Preciosa, por no dar otro tártago a Andrés;
que ya sabía ella, sin ser enseñada, lo que era dar sustos y martelos, y
sobresaltos celosos a los rendidos amantes.
Despidiéronse las gitanas, y, al irse, dijo Preciosa a don Juan:
-Mire, señor, cualquiera día desta semana es próspero para partidas, y ninguno
es aciago; apresure el irse lo más presto que pudiere, que le aguarda una vida
ancha, libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.
-No es tan libre la del soldado, a mi parecer -respondió don Juan-, que no tenga
más de sujeción que de libertad; pero, con todo esto, haré como viere.
-Más veréis de lo que pensáis -respondió Preciosa-, y Dios os lleve y traiga con
bien, como vuestra buena presencia merece.
Con estas últimas palabras quedó contento Andrés, y las gitanas se fueron
contentísimas.
Trocaron el doblón, repartiéronle entre todas igualmente, aunque la vieja
guardiana llevaba siempre parte y media de lo que se juntaba, así por la
mayoridad, como por ser ella el aguja por quien se guiaban en el maremagno de
sus bailes, donaires, y aun de sus embustes.
Llegóse, en fin, el día que Andrés Caballero se apareció una mañana en el primer
lugar de su aparecimiento, sobre una mula de alquiler, sin criado alguno. Halló
en él a Preciosa y a su abuela, de las cuales conocido, le recibieron con mucho
gusto. Él les dijo que le guiasen al rancho antes que entrase el día y con él se
descubriesen las señas que llevaba, si acaso le buscasen. Ellas, que, como
advertidas, vinieron solas, dieron la vuelta, y de allí a poco rato llegaron a
sus barracas.
Entró Andrés en la una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a verle
diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a quien ya la
vieja había dado cuenta del nuevo compañero que les había de venir, sin tener
necesidad de encomendarles el secreto; que, como ya se ha dicho, ellos le
guardan con sagacidad y puntualidad nunca vista. Echaron luego ojo a la mula, y
dijo uno dellos:
-Ésta se podrá vender el jueves en Toledo.
-Eso no -dijo Andrés-, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida de
todos los mozos de mulas que trajinan por España.
-Par Dios, señor Andrés -dijo uno de los gitanos-, que, aunque la mula tuviera
más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la transformáramos
de manera que no la conociera la madre que la parió ni el dueño que la ha
criado.
-Con todo eso -respondió Andrés-, por esta vez se ha de seguir y tomar el
parecer mío. A esta mula se ha de dar muerte, y ha de ser enterrada donde aun
los huesos no parezcan.
-¡Pecado grande! -dijo otro gitano-: ¿a una inocente se ha de quitar la vida? No
diga tal el buen Andrés, sino haga una cosa: mírela bien agora, de manera que se
le queden estampadas todas sus señales en la memoria, y déjenmela llevar a mí; y
si de aquí a dos horas la conociere, que me lardeen como a un negro fugitivo.
-En ninguna manera consentiré -dijo Andrés- que la mula no muera, aunque más me
aseguren su transformación. Yo temo ser descubierto si a ella no la cubre la
tierra. Y, si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse, no vengo
tan desnudo a esta cofradía, que no pueda pagar de entrada más de lo que valen
cuatro mulas.
-Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero -dijo otro gitano-, muera la sin
culpa; y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado (cosa
no usada entre mulas de alquiler), como porque debe ser andariega, pues no tiene
costras en las ijadas, ni llagas de la espuela.
Dilatóse su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel día se hicieron
las ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron: desembarazaron
luego un rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de ramos y juncia; y,
sentándose Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle en las manos un martillo
y unas tenazas, y, al son de dos guitarras que dos gitanos tañían, le hicieron
dar dos cabriolas; luego le desnudaron un brazo, y con una cinta de seda nueva y
un garrote le dieron dos vueltas blandamente.
A todo se halló presente Preciosa y otras muchas gitanas, viejas y mozas; que
las unas con maravilla, otras con amor, le miraban; tal era la gallarda
disposición de Andrés, que hasta los gitanos le quedaron aficionadísimos.
Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a
Preciosa, y, puesto delante de Andrés, dijo:
-Esta muchacha, que es la flor y la nata de toda la hermosura de las gitanas que
sabemos que viven en España, te la entregamos, ya por esposa o ya por amiga, que
en esto puedes hacer lo que fuere más de tu gusto, porque la libre y ancha vida
nuestra no está sujeta a melindres ni a muchas ceremonias. Mírala bien, y mira
si te agrada, o si vees en ella alguna cosa que te descontente; y si la vees,
escoge entre las doncellas que aquí están la que más te contentare; que la que
escogieres te daremos; pero has de saber que una vez escogida, no la has de
dejar por otra, ni te has de empachar ni entremeter, ni con las casadas ni con
las doncellas. Nosotros guardamos inviolablemente la ley de la amistad: ninguno
solicita la prenda del otro; libres vivimos de la amarga pestilencia de los
celos. Entre nosotros, aunque hay muchos incestos, no hay ningún adulterio; y,
cuando le hay en la mujer propia, o alguna bellaquería en la amiga, no vamos a
la justicia a pedir castigo: nosotros somos los jueces y los verdugos de
nuestras esposas o amigas; con la misma facilidad las matamos, y las enterramos
por las montañas y desiertos, como si fueran animales nocivos; no hay pariente
que las vengue, ni padres que nos pidan su muerte. Con este temor y miedo ellas
procuran ser castas, y nosotros, como ya he dicho, vivimos seguros. Pocas cosas
tenemos que no sean comunes a todos, excepto la mujer o la amiga, que queremos
que cada una sea del que le cupo en suerte. Entre nosotros así hace divorcio la
vejez como la muerte; el que quisiere puede dejar la mujer vieja, como él sea
mozo, y escoger otra que corresponda al gusto de sus años. Con estas y con otras
leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres; somos señores de los
campos, de los sembrados, de las selvas, de los montes, de las fuentes y de los
ríos. Los montes nos ofrecen leña de balde; los árboles, frutas; las viñas,
uvas; las huertas, hortaliza; las fuentes, agua; los ríos, peces, y los vedados,
caza; sombra, las peñas; aire fresco, las quiebras; y casas, las cuevas. Para
nosotros las inclemencias del cielo son oreos, refrigerio las nieves, baños la
lluvia, músicas los truenos y hachas los relámpagos. Para nosotros son los duros
terreros colchones de blandas plumas: el cuero curtido de nuestros cuerpos nos
sirve de arnés impenetrable que nos defiende; a nuestra ligereza no la impiden
grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes; a nuestro ánimo no
le tuercen cordeles, ni le menoscaban garruchas, ni le ahogan tocas, ni le doman
potros. Del sí al no no hacemos diferencia cuando nos conviene: siempre nos
preciamos más de mártires que de confesores. Para nosotros se crían las bestias
de carga en los campos, y se cortan las faldriqueras en las ciudades. No hay
águila, ni ninguna otra ave de rapiña, que más presto se abalance a la presa que
se le ofrece, que nosotros nos abalanzamos a las ocasiones que algún interés nos
señalen; y, finalmente, tenemos muchas habilidades que felice fin nos prometen;
porque en la cárcel cantamos, en el potro callamos, de día trabajamos y de noche
hurtamos; o, por mejor decir, avisamos que nadie viva descuidado de mirar dónde
pone su hacienda. No nos fatiga el temor de perder la honra, ni nos desvela la
ambición de acrecentarla; ni sustentamos bandos, ni madrugamos a dar memoriales,
ni acompañar magnates, ni a solicitar favores. Por dorados techos y suntuosos
palacios estimamos estas barracas y movibles ranchos; por cuadros y países de
Flandes, los que nos da la naturaleza en esos levantados riscos y nevadas peñas,
tendidos prados y espesos bosques que a cada paso a los ojos se nos muestran.
Somos astrólogos rústicos, porque, como casi siempre dormimos al cielo
descubierto, a todas horas sabemos las que son del día y las que son de la
noche; vemos cómo arrincona y barre la aurora las estrellas del cielo, y cómo
ella sale con su compañera el alba, alegrando el aire, enfriando el agua y
humedeciendo la tierra; y luego, tras ellas, el sol, dorando cumbres (como dijo
el otro poeta) y rizando montes: ni tememos quedar helados por su ausencia
cuando nos hiere a soslayo con sus rayos, ni quedar abrasados cuando con ellos
particularmente nos toca; un mismo rostro hacemos al sol que al yelo, a la
esterilidad que a la abundancia. En conclusión, somos gente que vivimos por
nuestra industria y pico, y sin entremeternos con el antiguo refrán: «Iglesia, o
mar, o casa real»; tenemos lo que queremos, pues nos contentamos con lo que
tenemos. Todo esto os he dicho, generoso mancebo, porque no ignoréis la vida a
que habéis venido y el trato que habéis de profesar, el cual os he pintado aquí
en borrón; que otras muchas e infinitas cosas iréis descubriendo en él con el
tiempo, no menos dignas de consideración que las que habéis oído.
Calló, en diciendo esto el elocuente y viejo gitano, y el novicio dijo que se
holgaba mucho de haber sabido tan loables estatutos, y que él pensaba hacer
profesión en aquella orden tan puesta en razón y en políticos fundamentos; y que
sólo le pesaba no haber venido más presto en conocimiento de tan alegre vida, y
que desde aquel punto renunciaba la profesión de caballero y la vanagloria de su
ilustre linaje, y lo ponía todo debajo del yugo, o, por mejor decir, debajo de
las leyes con que ellos vivían, pues con tan alta recompensa le satisfacían el
deseo de servirlos, entregándole a la divina Preciosa, por quien él dejaría
coronas e imperios, y sólo los desearía para servirla.
A lo cual respondió Preciosa:
-Puesto que estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy tuya, y
que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que
es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las condiciones que
antes que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos años has de vivir en
nuestra compañía primero que de la mía goces, porque tú no te arrepientas por
ligero, ni yo quede engañada por presurosa. Condiciones rompen leyes; las que te
he puesto sabes: si las quisieres guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mío;
y donde no, aún no es muerta la mula, tus vestidos están enteros, y de tus
dineros no te falta un ardite; la ausencia que has hecho no ha sido aún de un
día; que de lo que dél falta te puedes servir y dar lugar que consideres lo que
más te conviene. Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi
alma, que es libre y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere. Si
te quedas, te estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré en menos; porque, a
mi parecer, los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta que encuentran
con la razón o con el desengaño; y no querría yo que fueses tú para conmigo como
es el cazador, que, en alcanzado la liebre que sigue, la coge y la deja por
correr tras otra que le huye. Ojos hay engañados que a la primera vista tan bien
les parece el oropel como el oro, pero a poco rato bien conocen la diferencia
que hay de lo fino a lo falso. Esta mi hermosura que tú dices que tengo, que la
estimas sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si de cerca te
parecerá sombra, y tocada, cairás en que es de alquimia? Dos años te doy de
tiempo para que tantees y ponderes lo que será bien que escojas o será justo que
deseches; que la prenda que una vez comprada nadie se puede deshacer della, sino
con la muerte, bien es que haya tiempo, y mucho, para miralla y remiralla, y ver
en ella las faltas o las virtudes que tiene; que yo no me rijo por la bárbara e
insolente licencia que estos mis parientes se han tomado de dejar las mujeres, o
castigarlas, cuando se les antoja; y, como yo no pienso hacer cosa que llame al
castigo, no quiero tomar compañía que por su gusto me deseche.
-Tienes razón, ¡oh Preciosa! -dijo a este punto Andrés-; y así, si quieres que
asegure tus temores y menoscabe tus sospechas, jurándote que no saldré un punto
de las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que haga, o qué otra
seguridad puedo darte, que a todo me hallarás dispuesto.
-Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad, pocas
veces se cumplen con ella -dijo Preciosa-; y así son, según pienso, los del
amante: que, por conseguir su deseo, prometerá las alas de Mercurio y los rayos
de Júpiter, como me prometió a mí un cierto poeta, y juraba por la laguna
Estigia. No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero promesas; sólo quiero
remitirlo todo a la esperiencia deste noviciado, y a mí se me quedará el cargo
de guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme.
-Sea ansí -respondió Andrés-. Sola una cosa pido a estos señores y compañeros
míos, y es que no me fuercen a que hurte ninguna cosa por tiempo de un mes
siquiera; porque me parece que no he de acertar a ser ladrón si antes no
preceden muchas liciones.
-Calla, hijo -dijo el gitano viejo-, que aquí te industriaremos de manera que
salgas un águila en el oficio; y cuando le sepas, has de gustar dél de modo que
te comas las manos tras él. ¡Ya es cosa de burla salir vacío por la mañana y
volver cargado a la noche al rancho!
-De azotes he visto yo volver a algunos désos vacíos -dijo Andrés.
-No se toman truchas, etcétera -replicó el viejo-: todas las cosas desta vida
están sujetas a diversos peligros, y las acciones del ladrón al de las galeras,
azotes y horca; pero no porque corra un navío tormenta, o se anega, han de dejar
los otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los hombres y los
caballos, dejase de haber soldados! Cuanto más, que el que es azotado por
justicia, entre nosotros, es tener un hábito en las espaldas, que le parece
mejor que si le trujese en los pechos, y de los buenos. El toque está [en] no
acabar acoceando el aire en la flor de nuestra juventud y a los primeros
delitos; que el mosqueo de las espaldas, ni el apalear el agua en las galeras,
no lo estimamos en un cacao. Hijo Andrés, reposad ahora en el nido debajo de
nuestras alas, que a su tiempo os sacaremos a volar, y en parte donde no volváis
sin presa; y lo dicho dicho: que os habéis de lamer los dedos tras cada hurto.
-Pues, para recompensar -dijo Andrés- lo que yo podía hurtar en este tiempo que
se me da de venia, quiero repartir docientos escudos de oro entre todos los del
rancho.
Apenas hubo dicho esto, cuando arremetieron a él muchos gitanos; y, levantándole
en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el «¡Víctor, víctor!», y el
«¡grande Andrés!», añadiendo: «¡Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya!» Las
gitanas hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras
gitanillas que se hallaron presentes; que la envidia tan bien se aloja en los
aduares de los bárbaros y en las chozas de pastores, como en palacios de
príncipes, y esto de ver medrar al vecino que me parece que no tiene más méritos
que yo, fatiga.
Hecho esto, comieron lautamente; repartióse el dinero prometido con equidad y
justicia; renováronse las alabanzas de Andrés, subieron al cielo la hermosura de
Preciosa. Llegó la noche, acocotaron la mula y enterráronla de modo que quedó
seguro Andrés de ser por ella descubierto; y también enterraron con ella sus
alhajas, como fueron silla y freno y cinchas, a uso de los indios, que sepultan
con ellos sus más ricas preseas.
De todo lo que había visto y oído y de los ingenios de los gitanos quedó
admirado Andrés, y con propósito de seguir y conseguir su empresa, sin
entremeterse nada en sus costumbres; o, a lo menos, escusarlo por todas las vías
que pudiese, pensando exentarse de la jurisdición de obedecellos en las cosas
injustas que le mandasen, a costa de su dinero.
Otro día les rogó Andrés que mudasen de sitio y se alejasen de Madrid, porque
temía ser conocido si allí estaba. Ellos dijeron que ya tenían determinado irse
a los montes de Toledo, y desde allí correr y garramar toda la tierra
circunvecina. Levantaron, pues, el rancho y diéronle a Andrés una pollina en que
fuese, pero él no la quiso, sino irse a pie, sirviendo de lacayo a Preciosa, que
sobre otra iba: ella contentísima de ver cómo triunfaba de su gallardo escudero,
y él ni más ni menos, de ver junto a sí a la que había hecho señora de su
albedrío.
¡Oh poderosa fuerza deste que llaman dulce dios de la amargura (título que le ha
dado la ociosidad y el descuido nuestro), y con qué veras nos avasallas, y cuán
sin respecto nos tratas! Caballero es Andrés, y mozo de muy buen entendimiento,
criado casi toda su vida en la Corte y con el regalo de sus ricos padres; y
desde ayer acá ha hecho tal mudanza, que engañó a sus criados y a sus amigos,
defraudó las esperanzas que sus padres en él tenían; dejó el camino de Flandes,
donde había de ejercitar el valor de su persona y acrecentar la honra de su
linaje, y se vino a postrarse a los pies de una muchacha, y a ser su lacayo;
que, puesto que hermosísima, en fin, era gitana: privilegio de la hermosura, que
trae al redopelo y por la melena a sus pies a la voluntad más esenta.
De allí a cuatro días llegaron a una aldea dos leguas de Toledo, donde asentaron
su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del pueblo, en
fianzas de que en él ni en todo su término no hurtarían ninguna cosa. Hecho
esto, todas las gitanas viejas, y algunas mozas, y los gitanos, se esparcieron
por todos los lugares, o, a lo menos, apartados por cuatro o cinco leguas de
aquel donde habían asentado su real. Fue con ellos Andrés a tomar la primera
lición de ladrón; pero, aunque le dieron muchas en aquella salida, ninguna se le
asentó; antes, correspondiendo a su buena sangre, con cada hurto que sus
maestros hacían se le arrancaba a él el alma; y tal vez hubo que pagó de su
dinero los hurtos que sus compañeros había hecho, conmovido de las lágrimas de
sus dueños; de lo cual los gitanos se desesperaban, diciéndole que era
contravenir a sus estatutos y ordenanzas, que prohibían la entrada a la caridad
en sus pechos, la cual, en teniéndola, habían de dejar de ser ladrones, cosa que
no les estaba bien en ninguna manera.
Viendo, pues, esto Andrés, dijo que él quería hurtar por sí solo, sin ir en
compañía de nadie; porque para huir del peligro tenía ligereza, y para cometelle
no le faltaba el ánimo; así que, el premio o el castigo de lo que hurtase quería
que fuese suyo.
Procuraron los gitanos disuadirle deste propósito, diciéndole que le podrían
suceder ocasiones donde fuese necesaria la compañía, así para acometer como para
defenderse, y que una persona sola no podía hacer grandes presas. Pero, por más
que dijeron, Andrés quiso ser ladrón solo y señero, con intención de apartarse
de la cuadrilla y comprar por su dinero alguna cosa que pudiese decir que la
había hurtado, y deste modo cargar lo que menos pudiese sobre su conciencia.
Usando, pues, desta industria, en menos de un mes trujo más provecho a la
compañía que trujeron cuatro de los más estirados ladrones della; de que no poco
se holgaba Preciosa, viendo a su tierno amante tan lindo y tan despejado ladrón.
Pero, con todo eso, estaba temerosa de alguna desgracia; que no quisiera ella
verle en afrenta por todo el tesoro de Venecia, obligada a tenerle aquella buena
voluntad [por] los muchos servicios y regalos que su Andrés le hacía.
Poco más de un mes se estuvieron en los términos de Toledo, donde hicieron su
agosto, aunque era por el mes de setiembre, y desde allí se entraron en
Estremadura, por ser tierra rica y caliente. Pasaba Andrés con Preciosa
honestos, discretos y enamorados coloquios, y ella poco a poco se iba enamorando
de la discreción y buen trato de su amante; y él, del mismo modo, si pudiera
crecer su amor, fuera creciendo: tal era la honestidad, discreción y belleza de
su Preciosa. A doquiera que llegaban, él se llevaba el precio y las apuestas de
corredor y de saltar más que ninguno; jugaba a los bolos y a la pelota
estremadamente; tiraba la barra con mucha fuerza y singular destreza.
Finalmente, en poco tiempo voló su fama por toda Estremadura, y no había lugar
donde no se hablase de la gallarda disposición del gitano Andrés Caballero y de
sus gracias y habilidades; y al par desta fama corría la de la hermosura de la
gitanilla, y no había villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar
las fiestas votivas suyas, o para otros particulares regocijos. Desta manera,
iba el aduar rico, próspero y contento, y los amantes gozosos con sólo mirarse.
Sucedió, pues, que, teniendo el aduar entre unas encinas, algo apartado del
camino real, oyeron una noche, casi a la mitad della, ladrar sus perros con
mucho ahínco y más de lo que acostumbraban; salieron algunos gitanos, y con
ellos Andrés, a ver a quién ladraban, y vieron que se defendía dellos un hombre
vestido de blanco, a quien tenían dos perros asido de una pierna; llegaron y
quitáronle, y uno de los gitanos le dijo:
-¿Quién diablos os trujo por aquí, hombre, a tales horas y tan fuera de camino?
¿Venís a hurtar por ventura? Porque en verdad que habéis llegado a buen puerto.
-No vengo a hurtar -respondió el mordido-, ni sé si vengo o no fuera de camino,
aunque bien veo que vengo descaminado. Pero decidme, señores, ¿está por aquí
alguna venta o lugar donde pueda recogerme esta noche y curarme de las heridas
que vuestros perros me han hecho?
-No hay lugar ni venta donde podamos encaminaros -respondió Andrés-; mas, para
curar vuestras heridas y alojaros esta noche, no os faltará comodidad en
nuestros ranchos. Veníos con nosotros, que, aunque somos gitanos, no lo
parecemos en la caridad.
-Dios la use con vosotros -respondió el hombre-; y llevadme donde quisiéredes,
que el dolor desta pierna me fatiga mucho.
Llegóse a él Andrés y otro gitano caritativo (que aun entre los demonios hay
unos peores que otros, y entre muchos malos hombres suele haber algún bueno), y
entre los dos le llevaron. Hacía la noche clara con la luna, de manera que
pudieron ver que el hombre era mozo de gentil rostro y talle; venía vestido todo
de lienzo blanco, y atravesada por las espaldas y ceñida a los pechos una como
camisa o talega de lienzo. Llegaron a la barraca o toldo de Andrés, y con
presteza encendieron lumbre y luz, y acudió luego la abuela de Preciosa a curar
el herido, de quien ya le habían dado cuenta. Tomó algunos pelos de los perros,
friólos en aceite, y, lavando primero con vino dos mordeduras que tenía en la
pierna izquierda, le puso los pelos con el aceite en ellas y encima un poco de
romero verde mascado; lióselo muy bien con paños limpios y santiguóle las
heridas y díjole:
-Dormid, amigo, que, con el ayuda de Dios, no será nada.
En tanto que curaban al herido, estaba Preciosa delante, y estúvole mirando
ahincadamente, y lo mismo hacía él a ella, de modo que Andrés echó de ver en la
atención con que el mozo la miraba; pero echólo a que la mucha hermosura de
Preciosa se llevaba tras sí los ojos. En resolución, después de curado el mozo,
le dejaron solo sobre un lecho hecho de heno seco, y por entonces no quisieron
preguntarle nada de su camino ni de otra cosa.
Apenas se apartaron dél, cuando Preciosa llamó a Andrés aparte y le dijo:
-¿Acuérdaste, Andrés, de un papel que se me cayó en tu casa cuando bailaba con
mis compañeras, que, según creo, te dio un mal rato?
-Sí acuerdo -respondió Andrés-, y era un soneto en tu alabanza, y no malo.
-Pues has de saber, Andrés -replicó Preciosa-, que el que hizo aquel soneto es
ese mozo mordido que dejamos en la choza; y en ninguna manera me engaño, porque
me habló en Madrid dos o tres veces, y aun me dio un romance muy bueno. Allí
andaba, a mi parecer, como paje; mas no de los ordinarios, sino de los
favorecidos de algún príncipe; y en verdad te digo, Andrés, que el mozo es
discreto, y bien razonado, y sobremanera honesto, y no sé qué pueda imaginar
desta su venida y en tal traje.
-¿Qué puedes imaginar, Preciosa? -respondió Andrés-. Ninguna otra cosa sino que
la misma fuerza que a mí me ha hecho gitano le ha hecho a él parecer molinero y
venir a buscarte. ¡Ah, Preciosa, Preciosa, y cómo se va descubriendo que te
quieres preciar de tener más de un rendido! Y si esto es así, acábame a mí
primero y luego matarás a este otro, y no quieras sacrificarnos juntos en las
aras de tu engaño, por no decir de tu belleza.
-¡Válame Dios -respondió Preciosa-, Andrés, y cuán delicado andas, y cuán de un
sotil cabello tienes colgadas tus esperanzas y mi crédito, pues con tanta
facilidad te ha penetrado el alma la dura espada de los celos! Dime, Andrés: si
en esto hubiera artificio o engaño alguno, ¿no supiera yo callar y encubrir
quién era este mozo? ¿Soy tan necia, por ventura, que te había de dar ocasión de
poner en duda mi bondad y buen término? Calla, Andrés, por tu vida, y mañana
procura sacar del pecho deste tu asombro adónde va, o a lo que viene. Podría ser
que estuviese engañada tu sospecha, como yo no lo estoy de que sea el que he
dicho. Y, para más satisfación tuya, pues ya he llegado a términos de
satisfacerte, de cualquiera manera y con cualquiera intención que ese mozo
venga, despídele luego y haz que se vaya, pues todos los de nuestra parcialidad
te obedecen, y no habrá ninguno que contra tu voluntad le quiera dar acogida en
su rancho; y, cuando esto así no suceda, yo te doy mi palabra de no salir del
mío, ni dejarme ver de sus ojos, ni de todos aquellos que tú quisieres que no me
vean. Mira, Andrés, no me pesa a mí de verte celoso, pero pesarme ha mucho si te
veo indiscreto.
-Como no me veas loco, Preciosa -respondió Andrés-, cualquiera otra
demonstración será poca o ninguna para dar a entender adónde llega y cuánto
fatiga la amarga y dura presunción de los celos. Pero, con todo eso, yo haré lo
que me mandas, y sabré, si es que es posible, qué es lo que este señor paje
poeta quiere, dónde va, o qué es lo que busca; que podría ser que por algún hilo
que sin cuidado muestre, sacase yo todo el ovillo con que temo viene a
enredarme.
-Nunca los celos, a lo que imagino -dijo Preciosa-, dejan el entendimiento libre
para que pueda juzgar las cosas como ellas son. Siempre miran los celosos con
antojos de allende, que hacen las cosas pequeñas, grandes; los enanos, gigantes,
y las sospechas, verdades. Por vida tuya y por la mía, Andrés, que procedas en
esto, y en todo lo que tocare a nuestros conciertos, cuerda y discretamente; que
si así lo hicieres, sé que me has de conceder la palma de honesta y recatada, y
de verdadera en todo estremo.
Con esto se despidió de Andrés, y él se quedó esperando el día para tomar la
confesión al herido, llena de turbación el alma y de mil contrarias
imaginaciones. No podía creer sino que aquel paje había venido allí atraído de
la hermosura de Preciosa; porque piensa el ladrón que todos son de su condición.
Por otra parte, la satisfación que Preciosa le había dado le parecía ser de
tanta fuerza, que le obligaba a vivir seguro y a dejar en las manos de su bondad
toda su ventura.
Llegóse el día, visitó al mordido; preguntóle cómo se llamaba y adónde iba, y
cómo caminaba tan tarde y tan fuera de camino; aunque primero le preguntó cómo
estaba, y si se sentía sin dolor de las mordeduras. A lo cual respondió el mozo
que se hallaba mejor y sin dolor alguno, y de manera que podía ponerse en
camino. A lo de decir su nombre y adónde iba, no dijo otra cosa sino que se
llamaba Alonso Hurtado, y que iba a Nuestra Señora de la Peña de Francia a un
cierto negocio, y que por llegar con brevedad caminaba de noche, y que la pasada
había perdido el camino, y acaso había dado con aquel aduar, donde los perros
que le guardaban le habían puesto del modo que había visto.
No le pareció a Andrés legítima esta declaración, sino muy bastarda, y de nuevo
volvieron a hacerle cosquillas en el alma sus sospechas; y así, le dijo:
-Hermano, si yo fuera juez y vos hubiérades caído debajo de mi jurisdición por
algún delito, el cual pidiera que se os hicieran las preguntas que yo os he
hecho, la respuesta que me habéis dado obligara a que os apretara los cordeles.
Yo no quiero saber quién sois, cómo os llamáis o adónde vais; pero adviértoos
que, si os conviene mentir en este vuestro viaje, mintáis con más apariencia de
verdad. Decís que vais a la Peña de Francia, y dejáisla a la mano derecha, más
atrás deste lugar donde estamos bien treinta leguas; camináis de noche por
llegar presto, y vais fuera de camino por entre bosques y encinares que no
tienen sendas apenas, cuanto más caminos. Amigo, levantaos y aprended a mentir,
y andad en hora buena. Pero, por este buen aviso que os doy, ¿no me diréis una
verdad? (que sí diréis, pues tan mal sabéis mentir). Decidme: ¿sois por ventura
uno que yo he visto muchas veces en la Corte, entre paje y caballero, que tenía
fama de ser gran poeta; uno que hizo un romance y un soneto a una gitanilla que
los días pasados andaba en Madrid, que era tenida por singular en la belleza?
Decídmelo, que yo os prometo por la fe de caballero gitano de guardaros el
secreto que vos viéredes que os conviene. Mirad que negarme la verdad, de que no
sois el que yo digo, no llevaría camino, porque este rostro que yo veo aquí es
el que vi en Madrid. Sin duda alguna que la gran fama de vuestro entendimiento
me hizo muchas veces que os mirase como a hombre raro e insigne, y así se me
quedó en la memoria vuestra figura, que os he venido a conocer por ella, aun
puesto en el diferente traje en que estáis agora del en que yo os vi entonces.
No os turbéis; animaos, y no penséis que habéis llegado a un pueblo de ladrones,
sino a un asilo que os sabrá guardar y defender de todo el mundo. Mirad, yo
imagino una cosa, y si es ansí como la imagino, vos habéis topado con vuestra
buena suerte en haber encontrado conmigo. Lo que imagino es que, enamorado de
Preciosa, aquella hermosa gitanica a quien hicisteis los versos, habéis venido a
buscarla, por lo que yo no os tendré en menos, sino en mucho más; que, aunque
gitano, la esperiencia me ha mostrado adónde se estiende la poderosa fuerza de
amor, y las transformaciones que hace hacer a los que coge debajo de su
jurisdición y mando. Si esto es así, como creo que sin duda lo es, aquí está la
gitanica.
-Sí, aquí está, que yo la vi anoche -dijo el mordido; razón con que Andrés quedó
como difunto, pareciéndole que había salido al cabo con la confirmación de sus
sospechas-. Anoche la vi -tornó a referir el mozo-, pero no me atreví a decirle
quién era, porque no me convenía.
-Desa manera -dijo Andrés-, vos sois el poeta que yo he dicho.
-Sí soy -replicó el mancebo-; que no lo puedo ni lo quiero negar. Quizá podía
ser que donde he pensado perderme hubiese venido a ganarme, si es que hay
fidelidad en las selvas y buen acogimiento en los montes.
-Hayle, sin duda -respondió Andrés-, y entre nosotros, los gitanos, el mayor
secreto del mundo. Con esta confianza podéis, señor, descubrirme vuestro pecho,
que hallaréis en el mío lo que veréis, sin doblez alguno. La gitanilla es
parienta mía, y está sujeta a lo [que] quisiere hacer della; si la quisiéredes
por esposa, yo y todos sus parientes gustaremos dello; y si por amiga, no
usaremos de ningún melindre, con tal que tengáis dineros, porque la codicia por
jamás sale de nuestros ranchos.
-Dineros traigo -respondió el mozo-: en estas mangas de camisa que traigo ceñida
por el cuerpo vienen cuatrocientos escudos de oro.
Éste fue otro susto mortal que recibió Andrés, viendo que el traer tanto dinero
no era sino para conquistar o comprar su prenda; y, con lengua ya turbada, dijo:
-Buena cantidad es ésa; no hay sino descubriros, y manos a labor, que la
muchacha, que no es nada boba, verá cuán bien le está ser vuestra.
-¡Ay amigo! -dijo a esta sazón el mozo-, quiero que sepáis que la fuerza que me
ha hecho mudar de traje no es la de amor, que vos decís, ni de desear a
Preciosa, que hermosas tiene Madrid que pueden y saben robar los corazones y
rendir las almas tan bien y mejor que las más hermosas gitanas, puesto que
confieso que la hermosura de vuestra parienta a todas las que yo he visto se
aventaja. Quien me tiene en este traje, a pie y mordido de perros, no es amor,
sino desgracia mía.
Con estas razones que el mozo iba diciendo, iba Andrés cobrando los espíritus
perdidos, pareciéndole que se encaminaban a otro paradero del que él se
imaginaba; y deseoso de salir de aquella confusión, volvió a reforzarle la
seguridad con que podía descubrirse; y así, él prosiguió diciendo:
-«Yo estaba en Madrid en casa de un título, a quien servía no como a señor, sino
como a pariente. Éste tenía un hijo, único heredero suyo, el cual, así por el
parentesco como por ser ambos de una edad y de una condición misma, me trataba
con familiaridad y amistad grande. Sucedió que este caballero se enamoró de una
doncella principal, a quien él escogiera de bonísima gana para su esposa, si no
tuviera la voluntad sujeta, como buen hijo, a la de sus padres, que aspiraban a
casarle más altamente; pero, con todo eso, la servía a hurto de todos los ojos
que pudieran, con las lenguas, sacar a la plaza sus deseos; solos los míos eran
testigos de sus intentos. Y una noche, que debía de haber escogido la desgracia
para el caso que ahora os diré, pasando los dos por la puerta y calle desta
señora, vimos arrimados a ella dos hombres, al parecer, de buen talle. Quiso
reconocerlos mi pariente, y apenas se encaminó hacia ellos, cuando echaron con
mucha ligereza mano a las espadas y a dos broqueles, y se vinieron a nosotros,
que hicimos lo mismo, y con iguales armas nos acometimos. Duró poco la
pendencia, porque no duró mucho la vida de los dos contrarios, que, de dos
estocadas que guiaron los celos de mi pariente y la defensa que yo le hacía, las
perdieron (caso estraño y pocas veces visto). Triunfando, pues, de lo que no
quisiéramos, volvimos a casa, y, secretamente, tomando todos los dineros que
podimos, nos fuimos a San Jerónimo, esperando el día, que descubriese lo
sucedido y las presunciones que se tenían de los matadores. Supimos que de
nosotros no había indicio alguno, y aconsejáronnos los prudentes religiosos que
nos volviésemos a casa, y que no diésemos ni despertásemos con nuestra ausencia
alguna sospecha contra nosotros. Y, ya que estábamos determinados de seguir su
parecer, nos avisaron que los señores alcaldes de Corte habían preso en su casa
a los padres de la doncella y a la misma doncella, y que entre otros criados a
quien tomaron la confesión, una criada de la señora dijo cómo mi pariente
paseaba a su señora de noche y de día; y que con este indicio habían acudido a
buscarnos, y, no hallándonos, sino muchas señales de nuestra fuga, se confirmó
en toda la Corte ser nosotros los matadores de aquellos dos caballeros, que lo
eran, y muy principales. Finalmente, con parecer del conde mi pariente, y del de
los religiosos, después de quince días que estuvimos escondidos en el
monasterio, mi camarada, en hábito de fraile, con otro fraile se fue la vuelta
de Aragón, con intención de pasarse a Italia, y desde allí a Flandes, hasta ver
en qué paraba el caso. Yo quise dividir y apartar nuestra fortuna, y que no
corriese nuestra suerte por una misma derrota; seguí otro camino diferente del
suyo, y, en hábito de mozo de fraile, a pie, salí con un religioso, que me dejó
en Talavera; desde allí aquí he venido solo y fuera de camino, hasta que anoche
llegué a este encinal, donde me ha sucedido lo que habéis visto. Y si pregunté
por el camino de la Peña de Francia, fue por responder algo a lo que se me
preguntaba; que en verdad que no sé dónde cae la Peña de Francia, puesto que sé
que está más arriba de Salamanca.»
-Así es verdad -respondió Andrés-, y ya la dejáis a mano derecha, casi veinte
leguas de aquí; porque veáis cuán derecho camino llevábades si allá fuérades.
-El que yo pensaba llevar -replicó el mozo- no es sino a Sevilla; que allí tengo
un caballero ginovés, grande amigo del conde mi pariente, que suele enviar a
Génova gran cantidad de plata, y llevo disignio que me acomode con los que la
suelen llevar, como uno dellos; y con esta estratagema seguramente podré pasar
hasta Cartagena, y de allí a Italia, porque han de venir dos galeras muy presto
a embarcar esta plata. Ésta es, buen amigo, mi historia: mirad si puedo decir
que nace más de desgracia pura que de amores aguados. Pero si estos señores
gitanos quisiesen llevarme en su compañía hasta Sevilla, si es que van allá, yo
se lo pagaría muy bien; que me doy a entender que en su compañía iría más
seguro, y no con el temor que llevo.
-Sí llevarán -respondió Andrés-; y si no fuéredes en nuestro aduar, porque hasta
ahora no sé si va al Andalucía, iréis en otro que creo que habemos de topar
dentro de dos días, y con darles algo de lo que lleváis, facilitaréis con ellos
otros imposibles mayores.
Dejóle Andrés, y vino a dar cuenta a los demás gitanos de lo que el mozo le
había contado y de lo que pretendía, con el ofrecimiento que hacía de la buena
paga y recompensa. Todos fueron de parecer que se quedase en el aduar. Sólo
Preciosa tuvo el contrario, y la abuela dijo que ella no podía ir a Sevilla, ni
a sus contornos, a causa que los años pasados había hecho una burla en Sevilla a
un gorrero llamado Triguillos, muy conocido en ella, al cual le había hecho
meter en una tinaja de agua hasta el cuello, desnudo en carnes, y en la cabeza
puesta una corona de ciprés, esperando el filo de la media noche para salir de
la tinaja a cavar y sacar un gran tesoro que ella le había hecho creer que
estaba en cierta parte de su casa. Dijo que, como oyó el buen gorrero tocar a
maitines, por no perder la coyuntura, se dio tanta priesa a salir de la tinaja
que dio con ella y con él en el suelo, y con el golpe y con los cascos se
magulló las carnes, derramóse el agua y él quedó nadando en ella, y dando voces
que se anegaba. Acudieron su mujer y sus vecinos con luces, y halláronle
haciendo efectos de nadador, soplando y arrastrando la barriga por el suelo, y
meneando brazos y piernas con mucha priesa, y diciendo a grandes voces:
«¡Socorro, señores, que me ahogo!»; tal le tenía el miedo, que verdaderamente
pensó que se ahogaba. Abrazáronse con él, sacáronle de aquel peligro, volvió en
sí, contó la burla de la gitana, y, con todo eso, cavó en la parte señalada más
de un estado en hondo, a pesar de todos cuantos le decían que era embuste mío; y
si no se lo estorbara un vecino suyo, que tocaba ya en los cimientos de su casa,
él diera con entrambas en el suelo, si le dejaran cavar todo cuanto él quisiera.
Súpose este cuento por toda la ciudad, y hasta los muchachos le señalaban con el
dedo y contaban su credulidad y mi embuste.
Esto contó la gitana vieja, y esto dio por escusa para no ir a Sevilla. Los
gitanos, que ya sabían de Andrés Caballero que el mozo traía dineros en
cantidad, con facilidad le acogieron en su compañía y se ofrecieron de guardarle
y encubrirle todo el tiempo que él quisiese, y determinaron de torcer el camino
a mano izquierda y entrarse en la Mancha y en el reino de Murcia.
Llamaron al mozo y diéronle cuenta de lo que pensaban hacer por él; él se lo
agradeció y dio cien escudos de oro para que los repartiesen entre todos. Con
esta dádiva quedaron más blandos que unas martas; sólo a Preciosa no contentó
mucho la quedada de don Sancho, que así dijo el mozo que se llamaba; pero los
gitanos se le mudaron en el de Clemente, y así le llamaron desde allí adelante.
También quedó un poco torcido Andrés, y no bien satisfecho de haberse quedado
Clemente, por parecerle que con poco fundamento había dejado sus primeros
designios. Mas Clemente, como si le leyera la intención, entre otras cosas le
dijo que se holgaba de ir al reino de Murcia, por estar cerca de Cartagena,
adonde si viniesen galeras, como él pensaba que habían de venir, pudiese con
facilidad pasar a Italia. Finalmente, por traelle más ante los ojos y mirar sus
acciones y escudriñar sus pensamientos, quiso Andrés que fuese Clemente su
camarada, y Clemente tuvo esta amistad por gran favor que se le hacía. Andaban
siempre juntos, gastaban largo, llovían escudos, corrían, saltaban, bailaban y
tiraban la barra mejor que ninguno de los gitanos, y eran de las gitanas más que
medianamente queridos, y de los gitanos en todo estremo respectados.
Dejaron, pues, a Estremadura y entráronse en la Mancha, y poco a poco fueron
caminando al reino de Murcia. En todas las aldeas y lugares que pasaban había
desafíos de pelota, de esgrima, de correr, de saltar, de tirar la barra y de
otros ejercicios de fuerza, maña y ligereza, y de todos salían vencedores Andrés
y Clemente, como de solo Andrés queda dicho. Y en todo este tiempo, que fueron
más de mes y medio, nunca tuvo Clemente ocasión, ni él la procuró, de hablar a
Preciosa, hasta que un día, estando juntos Andrés y ella, llegó él a la
conversación, porque le llamaron, y Preciosa le dijo:
-Desde la vez primera que llegaste a nuestro aduar te conocí, Clemente, y se me
vinieron a la memoria los versos que en Madrid me diste; pero no quise decir
nada, por no saber con qué intención venías a nuestras estancias; y, cuando supe
tu desgracia, me pesó en el alma, y se aseguró mi pecho, que estaba
sobresaltado, pensando que como había don Joanes en el mundo, y que se mudaban
en Andreses, así podía haber don Sanchos que se mudasen en otros nombres.
Háblote desta manera porque Andrés me ha dicho que te ha dado cuenta de quién es
y de la intención con que se ha vuelto gitano -y así era la verdad; que Andrés
le había hecho sabidor de toda su historia, por poder comunicar con él sus
pensamientos-. Y no pienses que te fue de poco provecho el conocerte, pues por
mi respecto y por lo que yo de ti dije, se facilitó el acogerte y admitirte en
nuestra compañía, donde plega a Dios te suceda todo el bien que acertares a
desearte. Este buen deseo quiero que me pagues en que no afees a Andrés la
bajeza de su intento, ni le pintes cuán mal le está perseverar en este estado;
que, puesto que yo imagino que debajo de los candados de mi voluntad está la
suya, todavía me pesaría de verle dar muestras, por mínimas que fuesen, de algún
arrepentimiento.
A esto respondió Clemente:
-No pienses, Preciosa única, que don Juan con ligereza de ánimo me descubrió
quién era: primero le conocí yo, y primero me descubrieron sus ojos sus
intentos; primero le dije yo quién era, y primero le adiviné la prisión de su
voluntad que tú señalas; y él, dándome el crédito que era razón que me diese,
fió de mi secreto el suyo, y él es buen testigo si alabé su determinación y
escogido empleo; que no soy, ¡oh Preciosa!, de tan corto ingenio que no alcance
hasta dónde se estienden las fuerzas de la hermosura; y la tuya, por pasar de
los límites de los mayores estremos de belleza, es disculpa bastante de mayores
yerros, si es que deben llamarse yerros los que se hacen con tan forzosas
causas. Agradézcote, señora, lo que en mi crédito dijiste, y yo pienso pagártelo
en desear que estos enredos amorosos salgan a fines felices, y que tú goces de
tu Andrés, y Andrés de su Preciosa, en conformidad y gusto de sus padres, porque
de tan hermosa junta veamos en el mundo los más bellos renuevos que pueda formar
la bien intencionada naturaleza. Esto desearé yo, Preciosa, y esto le diré
siempre a tu Andrés, y no cosa alguna que le divierta de sus bien colocados
pensamientos.
Con tales afectos dijo las razones pasadas Clemente, que estuvo en duda Andrés
si las había dicho como enamorado o como comedido; que la infernal enfermedad
celosa es tan delicada, y de tal manera, que en los átomos del sol se pega, y de
los que tocan a la cosa amada se fatiga el amante y se desespera. Pero, con todo
esto, no tuvo celos confirmados, más fiado de la bondad de Preciosa que de la
ventura suya, que siempre los enamorados se tienen por infelices en tanto que no
alcanzan lo que desean. En fin, Andrés y Clemente eran camaradas y grandes
amigos, asegurándolo todo la buena intención de Clemente y el recato y prudencia
de Preciosa, que jamás dio ocasión a que Andrés tuviese della celos.
Tenía Clemente sus puntas de poeta, como lo mostró en los versos que dio a
Preciosa, y Andrés se picaba un poco, y entrambos eran aficionados a la música.
Sucedió, pues, que, estando el aduar alojado en un valle cuatro leguas de
Murcia, una noche, por entretenerse, sentados los dos, Andrés al pie de un
alcornoque, Clemente al de una encina, cada uno con una guitarra, convidados del
silencio de la noche, comenzando Andrés y respondiendo Clemente, cantaron estos versos:
ANDRÉS
Mira, Clemente, el estrellado velo
con que esta noche fría
compite con el día,
de luces bellas adornando el cielo;
y en esta semejanza,
si tanto tu divino ingenio alcanza,
aquel rostro figura
donde asiste el estremo de hermosura.
CLEMENTE
Donde asiste el estremo de hermosura,
y adonde la Preciosa
honestidad hermosa
con todo estremo de bondad se apura,
en un sujeto cabe,
que no hay humano ingenio que le alabe,
si no toca en divino,
en alto, en raro, en grave y peregrino.
ANDRÉS
En alto, en raro, en grave y peregrino
estilo nunca usado,
al cielo levantado,
por dulce al mundo y sin igual camino,
tu nombre, ¡oh gitanilla!,
causando asombro, espanto y maravilla,
la fama yo quisiera
que le llevara hasta la octava esfera.
CLEMENTE
Que le llevara hasta la octava esfera
fuera decente y justo,
dando a los cielos gusto,
cuando el son de su nombre allá se oyera,
y en la tierra causara,
por donde el dulce nombre resonara,
música en los oídos
paz en las almas, gloria en los sentidos.
ANDRÉS
Paz en las almas, gloria en los sentidos
se siente cuando canta
la sirena, que encanta
y adormece a los más apercebidos;
y tal es mi Preciosa,
que es lo menos que tiene ser hermosa:
dulce regalo mío,
corona del donaire, honor del brío.
CLEMENTE
Corona del donaire, honor del brío
eres, bella gitana,
frescor de la mañana,
céfiro blando en el ardiente estío;
rayo con que Amor ciego
convierte el pecho más de nieve en fuego;
fuerza que ansí la hace,
que blandamente mata y satisface.
Señales iban dando de no acabar tan presto el libre y el cautivo, si no sonara a
sus espaldas la voz de Preciosa, que las suyas había escuchado. Suspendiólos el
oírla, y, sin moverse, prestándola maravillosa atención, la escucharon. Ella (o
no sé si de improviso, o si en algún tiempo los versos que cantaba le
compusieron), con estremada gracia, como si para responderles fueran hechos,
cantó los siguientes:
-En esta empresa amorosa,
donde el amor entretengo,
por mayor ventura tengo
ser honesta que hermosa.
La que es más humilde planta,
si la subida endereza,
por gracia o naturaleza
a los cielos se levanta.
En este mi bajo cobre,
siendo honestidad su esmalte,
no hay buen deseo que falte
ni riqueza que no sobre.
No me causa alguna pena
no quererme o no estimarme;
que yo pienso fabricarme
mi suerte y ventura buena.
Haga yo lo que en mí es,
que a ser buena me encamine,
y haga el cielo y determine
lo que quisiere después.
Quiero ver si la belleza
tiene tal prerrogativa,
que me encumbre tan arriba,
que aspire a mayor alteza.
Si las almas son iguales,
podrá la de un labrador
igualarse por valor
con las que son imperiales.
De la mía lo que siento
me sube al grado mayor,
porque majestad y amor
no tienen un mismo asiento.
Aquí dio fin Preciosa a su canto, y Andrés y Clemente se levantaron a recebilla.
Pasaron entre los tres discretas razones, y Preciosa descubrió en las suyas su
discreción, su honestidad y su agudeza, de tal manera que en Clemente halló
disculpa la intención de Andrés, que aún hasta entonces no la había hallado,
juzgando más a mocedad que a cordura su arrojada determinación.
Aquella mañana se levantó el aduar y se fueron a alojar en un lugar de la
jurisdición de Murcia, tres leguas de la ciudad, donde le sucedió a Andrés una
desgracia que le puso en punto de perder la vida. Y fue que, después de haber
dado en aquel lugar algunos vasos y prendas de plata en fianzas, como tenían de
costumbre, Preciosa y su abuela y Cristina, con otras dos gitanillas y los dos,
Clemente y Andrés, se alojaron en un mesón de una viuda rica, la cual tenía una
hija de edad de diez y siete o diez y ocho años, algo más desenvuelta que
hermosa; y, por más señas, se llamaba Juana Carducha. Ésta, habiendo visto
bailar a las gitanas y gitanos, la tomó el diablo, y se enamoró de Andrés tan
fuertemente que propuso de decírselo y tomarle por marido, si él quisiese,
aunque a todos sus parientes les pesase; y así, buscó coyuntura para decírselo,
y hallóla en un corral donde Andrés había entrado a requerir dos pollinos.
Llegóse a él, y con priesa, por no ser vista, le dijo:
-Andrés -que ya sabía su nombre-, yo soy doncella y rica; que mi madre no tiene
otro hijo sino a mí, y este mesón es suyo; y amén desto tiene muchos majuelos y
otros dos pares de casas. Hasme parecido bien: si me quieres por esposa, a ti
está; respóndeme presto, y si eres discreto, quédate y verás qué vida nos damos.
Admirado quedó Andrés de la resolución de la Carducha, y con la presteza que
ella pedía le respondió:
-Señora doncella, yo estoy apalabrado para casarme, y los gitanos no nos casamos
sino con gitanas; guárdela Dios por la merced que me quería hacer, de quien yo
no soy digno.
No estuvo en dos dedos de caerse muerta la Carducha con la aceda respuesta de
Andrés, a quien replicara si no viera que entraban en el corral otras gitanas.
Salióse corrida y asendereada, y de buena gana se vengara si pudiera. Andrés,
como discreto, determinó de poner tierra en medio y desviarse de aquella ocasión
que el diablo le ofrecía; que bien leyó en los ojos de la Carducha que sin los
lazos matrimoniales se le entregara a toda su voluntad, y no quiso verse pie a
pie y solo en aquella estacada; y así, pidió a todos los gitanos que aquella
noche se partiesen de aquel lugar. Ellos, que siempre le obedecían, lo pusieron
luego por obra, y, cobrando sus fianzas aquella tarde, se fueron.
La Carducha, que vio que en irse Andrés se le iba la mitad de su alma, y que no
le quedaba tiempo para solicitar el cumplimiento de sus deseos, ordenó de hacer
quedar a Andrés por fuerza, ya que de grado no podía. Y así, con la industria,
sagacidad y secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las alhajas de
Andrés, que ella conoció por suyas, unos ricos corales y dos patenas de plata,
con otros brincos suyos; y, apenas habían salido del mesón, cuando dio voces,
diciendo que aquellos gitanos le llevaban robadas sus joyas, a cuyas voces
acudió la justicia y toda la gente del pueblo.
Los gitanos hicieron alto, y todos juraban que ninguna cosa llevaban hurtada, y
que ellos harían patentes todos los sacos y repuestos de su aduar. Desto se
congojó mucho la gitana vieja, temiendo que en aquel escrutinio no se
manifestasen los dijes de la Preciosa y los vestidos de Andrés, que ella con
gran cuidado y recato guardaba; pero la buena de la Carducha lo remedió con
mucha brevedad todo, porque al segundo envoltorio que miraron dijo que
preguntasen cuál era el de aquel gitano gran bailador, que ella le había visto
entrar en su aposento dos veces, y que podría ser que aquél las llevase.
Entendió Andrés que por él lo decía y, riéndose, dijo:
-Señora doncella, ésta es mi recámara y éste es mi pollino; si vos halláredes en
ella ni en él lo que os falta, yo os lo pagaré con las setenas, fuera de
sujetarme al castigo que la ley da a los ladrones.
Acudieron luego los ministros de la justicia a desvalijar el pollino, y a pocas
vueltas dieron con el hurto, de que quedó tan espantado Andrés y tan absorto,
que no pareció sino estatua, sin voz, de piedra dura.
-¿No sospeché yo bien? -dijo a esta sazón la Carducha-. ¡Mirad con qué buena
cara se encubre un ladrón tan grande!
El alcalde, que estaba presente, comenzó a decir mil injurias a Andrés y a todos
los gitanos, llamándolos de públicos ladrones y salteadores de caminos. A todo
callaba Andrés, suspenso e imaginativo, y no acababa de caer en la traición de
la Carducha. En esto se llegó a él un soldado bizarro, sobrino del alcalde,
diciendo:
-¿No veis cuál se ha quedado el gitanico podrido de hurtar? Apostaré yo que hace
melindres y que niega el hurto, con habérsele cogido en las manos; que bien haya
quien no os echa en galeras a todos. ¡Mirad si estuviera mejor este bellaco en
ellas, sirviendo a su Majestad, que no andarse bailando de lugar en lugar y
hurtando de venta en monte! A fe de soldado, que estoy por darle una bofetada
que le derribe a mis pies.
Y, diciendo esto, sin más ni más, alzó la mano y le dio un bofetón tal, que le
hizo volver de su embelesamiento, y le hizo acordar que no era Andrés Caballero,
sino don Juan, y caballero; y, arremetiendo al soldado con mucha presteza y más
cólera, le arrancó su misma espada de la vaina y se la envainó en el cuerpo,
dando con él muerto en tierra.
Aquí fue el gritar del pueblo, aquí el amohinarse el tío alcalde, aquí el
desmayarse Preciosa y el turbarse Andrés de verla desmayada; aquí el acudir
todos a las armas y dar tras el homicida. Creció la confusión, creció la grita,
y, por acudir Andrés al desmayo de Preciosa, dejó de acudir a su defensa; y
quiso la suerte que Clemente no se hallase al desastrado suceso, que con los
bagajes había ya salido del pueblo. Finalmente, tantos cargaron sobre Andrés,
que le prendieron y le aherrojaron con dos muy gruesas cadenas. Bien quisiera el
alcalde ahorcarle luego, si estuviera en su mano, pero hubo de remitirle a
Murcia, por ser de su jurisdición. No le llevaron hasta otro día, y en el que
allí estuvo, pasó Andrés muchos martirios y vituperios que el indignado alcalde
y sus ministros y todos los del lugar le hicieron. Prendió el alcalde todos los
más gitanos y gitanas que pudo, porque los más huyeron, y entre ellos Clemente,
que temió ser cogido y descubierto.
Finalmente, con la sumaria del caso y con una gran cáfila de gitanos, entraron
el alcalde y sus ministros con otra mucha gente armada en Murcia, entre los
cuales iba Preciosa, y el pobre Andrés, ceñido de cadenas, sobre un macho y con
esposas y piedeamigo. Salió toda Murcia a ver los presos, que ya se tenía
noticia de la muerte del soldado. Pero la hermosura de Preciosa aquel día fue
tanta, que ninguno la miraba que no la bendecía, y llegó la nueva de su belleza
a los oídos de la señora corregidora, que por curiosidad de verla hizo que el
corregidor, su marido, mandase que aquella gitanica no entrase en la cárcel, y
todos los demás sí. Y a Andrés le pusieron en un estrecho calabozo, cuya
escuridad, y la falta de la luz de Preciosa, le trataron de manera que bien
pensó no salir de allí sino para la sepultura. Llevaron a Preciosa con su abuela
a que la corregidora la viese, y, así como la vio, dijo:
-Con razón la alaban de hermosa.
Y, llegándola a sí, la abrazó tiernamente, y no se hartaba de mirarla, y
preguntó a su abuela que qué edad tendría aquella niña.
-Quince años -respondió la gitana-, dos meses más a menos.
-Esos tuviera agora la desdichada de mi Costanza. ¡Ay, amigas, que esta niña me
ha renovado mi desventura! -dijo la corregidora.
Tomó en esto Preciosa las manos de la corregidora, y, besándoselas muchas veces,
se las bañaba con lágrimas y le decía:
-Señora mía, el gitano que está preso no tiene culpa, porque fue provocado:
llamáronle ladrón, y no lo es; diéronle un bofetón en su rostro, que es tal que
en él se descubre la bondad de su ánimo. Por Dios y por quien vos sois, señora,
que le hagáis guardar su justicia, y que el señor corregidor no se dé priesa a
ejecutar en él el castigo con que las leyes le amenazan; y si algún agrado os ha
dado mi hermosura, entretenedla con entretener el preso, porque en el fin de su
vida está el de la mía. Él ha de ser mi esposo, y justos y honestos impedimentos
han estorbado que aun hasta ahora no nos habemos dado las manos. Si dineros
fueren menester para alcanzar perdón de la parte, todo nuestro aduar se venderá
en pública almoneda, y se dará aún más de lo que pidieren. Señora mía, si sabéis
qué es amor, y algún tiempo le tuvistes, y ahora le tenéis a vuestro esposo,
doleos de mí, que amo tierna y honestamente al mío.
En todo el tiempo que esto decía, nunca la dejó las manos, ni apartó los ojos de
mirarla atentísimamente, derramando amargas y piadosas lágrimas en mucha
abundancia. Asimismo, la corregidora la tenía a ella asida de las suyas,
mirándola ni más ni menos, con no menor ahínco y con no más pocas lágrimas.
Estando en esto, entró el corregidor, y, hallando a su mujer y a Preciosa tan
llorosas y tan encadenadas, quedó suspenso, así de su llanto como de la
hermosura. Preguntó la causa de aquel sentimiento, y la respuesta que dio
Preciosa fue soltar las manos de la corregidora y asirse de los pies del
corregidor, diciéndole:
-¡Señor, misericordia, misericordia! ¡Si mi esposo muere, yo soy muerta! Él no
tiene culpa; pero si la tiene, déseme a mí la pena, y si esto no puede ser, a lo
menos entreténgase el pleito en tanto que se procuran y buscan los medios
posibles para su remedio; que podrá ser que al que no pecó de malicia le enviase
el cielo la salud de gracia.
Con nueva suspensión quedó el corregidor de oír las discretas razones de la
gitanilla, y que ya, si no fuera por no dar indicios de flaqueza, le acompañara
en sus lágrimas.
En tanto que esto pasaba, estaba la gitana vieja considerando grandes, muchas y
diversas cosas; y, al cabo de toda esta suspensión y imaginación, dijo:
-Espérenme vuesas mercedes, señores míos, un poco, que yo haré que estos llantos
se conviertan en risa, aunque a mí me cueste la vida.
Y así, con ligero paso, se salió de donde estaba, dejando a los presentes
confusos con lo que dicho había. En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó
Preciosa las lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su
esposo, con intención de avisar a su padre que viniese a entender en ella.
Volvió la gitana con un pequeño cofre debajo del brazo, y dijo al corregidor que
con su mujer y ella se entrasen en un aposento, que tenía grandes cosas que
decirles en secreto. El corregidor, creyendo que algunos hurtos de los gitanos
quería descubrirle, por tenerle propicio en el pleito del preso, al momento se
retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la gitana, hincándose de
rodillas ante los dos, les dijo:
-Si las buenas nuevas que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en
albricias el perdón de un gran pecado mío, aquí estoy para recebir el castigo
que quisiéredes darme; pero antes que le confiese quiero que me digáis, señores,
primero, si conocéis estas joyas.
Y, descubriendo un cofrecico donde venían las de Preciosa, se le puso en las
manos al corregidor, y, en abriéndole, vio aquellos dijes pueriles; pero no cayó
[en] lo que podían significar. Mirólos también la corregidora, pero tampoco dio
en la cuenta; sólo dijo:
-Estos son adornos de alguna pequeña criatura.
-Así es la verdad -dijo la gitana-; y de qué criatura sean lo dice ese escrito
que está en ese papel doblado.
Abrióle con priesa el corregidor y leyó que decía:
Llamábase la niña doña Constanza de Azevedo y de Meneses; su madre, doña Guiomar
de Meneses, y su padre, don Fernando de Azevedo, caballero del hábito de
Calatrava. Desparecíla día de la Ascensión del Señor, a las ocho de la mañana,
del año de mil y quinientos y noventa y cinco. Traía la niña puestos estos
brincos que en este cofre están guardados.
Apenas hubo oído la corregidora las razones del papel, cuando reconoció los
brincos, se los puso a la boca, y, dándoles infinitos besos, se cayó desmayada.
Acudió el corregidor a ella, antes que a preguntar a la gitana por su hija, y,
habiendo vuelto en sí, dijo:
-Mujer buena, antes ángel que gitana, ¿adónde está el dueño, digo la criatura
cuyos eran estos dijes?
-¿Adónde, señora? -respondió la gitana-. En vuestra casa la tenéis: aquella
gitanica que os sacó las lágrimas de los ojos es su dueño, y es sin duda alguna
vuestra hija; que yo la hurté en Madrid de vuestra casa el día y hora que ese
papel dice.
Oyendo esto la turbada señora, soltó los chapines, y desalada y corriendo salió
a la sala adonde había dejado a Preciosa, y hallóla rodeada de sus doncellas y
criadas, todavía llorando. Arremetió a ella, y, sin decirle nada, con gran
priesa le desabrochó el pecho y miró si tenía debajo de la teta izquierda una
señal pequeña, a modo de lunar blanco, con que había nacido, y hallóle ya
grande, que con el tiempo se había dilatado. Luego, con la misma celeridad, la
descalzó, y descubrió un pie de nieve y de marfil, hecho a torno, y vio en él lo
que buscaba, que era que los dos dedos últimos del pie derecho se trababan el
uno con el otro por medio con un poquito de carne, la cual, cuando niña, nunca
se la habían querido cortar por no darle pesadumbre. El pecho, los dedos, los
brincos, el día señalado del hurto, la confesión de la gitana y el sobresalto y
alegría que habían recebido sus padres cuando la vieron, con toda verdad
confirmaron en el alma de la corregidora ser Preciosa su hija. Y así, cogiéndola
en sus brazos, se volvió con ella adonde el corregidor y la gitana estaban.
Iba Preciosa confusa, que no sabía a qué efeto se habían hecho con ella aquellas
diligencias; y más, viéndose llevar en brazos de la corregidora, y que le daba
de un beso hasta ciento. Llegó, en fin, con la preciosa carga doña Guiomar a la
presencia de su marido, y, trasladándola de sus brazos a los del corregidor, le
dijo:
-Recebid, señor, a vuestra hija Costanza, que ésta es sin duda; no lo dudéis,
señor, en ningún modo, que la señal de los dedos juntos y la del pecho he visto;
y más, que a mí me lo está diciendo el alma desde el instante que mis ojos la
vieron.
-No lo dudo -respondió el corregidor, teniendo en sus brazos a Preciosa-, que
los mismos efetos han pasado por la mía que por la vuestra; y más, que tantas
puntualidades juntas, ¿cómo podían suceder, si no fuera por milagro?
Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos a otros qué sería
aquello, y todos daban bien lejos del blanco; que, ¿quién había de imaginar que
la gitanilla era hija de sus señores? El corregidor dijo a su mujer y a su hija,
y a la gitana vieja, que aquel caso estuviese secreto hasta que él le
descubriese; y asimismo dijo a la vieja que él la perdonaba el agravio que le
había hecho en hurtarle el alma, pues la recompensa de habérsela vuelto mayores
albricias recebía; y que sólo le pesaba de que, sabiendo ella la calidad de
Preciosa, la hubiese desposado con un gitano, y más con un ladrón y homicida.
-¡Ay! -dijo a esto Preciosa-, señor mío, que ni es gitano ni ladrón, puesto que
es matador; pero fuelo del que le quitó la honra, y no pudo hacer menos de
mostrar quién era y matarle.
-¿Cómo que no es gitano, hija mía? -dijo doña Guiomar.
Entonces la gitana vieja contó brevemente la historia de Andrés Caballero, y que
era hijo de don Francisco de Cárcamo, caballero del hábito de Santiago, y que se
llamaba don Juan de Cárcamo; asimismo del mismo hábito, cuyos vestidos ella
tenía, cuando los mudó en los de gitano. Contó también el concierto que entre
Preciosa y don Juan estaba hecho, de aguardar dos años de aprobación para
desposarse o no. Puso en su punto la honestidad de entrambos y la agradable
condición de don Juan.
Tanto se admiraron desto como del hallazgo de su hija, y mandó el corregidor a
la gitana que fuese por los vestidos de don Juan. Ella lo hizo ansí, y volvió
con otro gitano, que los trujo.
En tanto que ella iba y volvía, hicieron sus padres a Preciosa cien mil
preguntas, a quien respondió con tanta discreción y gracia que, aunque no la
hubieran reconocido por hija, los enamorara. Preguntáronla si tenía alguna
afición a don Juan. Respondió que no más de aquella que le obligaba a ser
agradecida a quien se había querido humillar a ser gitano por ella; pero que ya
no se estendería a más el agradecimiento de aquello que sus señores padres
quisiesen.
-Calla, hija Preciosa -dijo su padre-, que este nombre de Preciosa quiero que se
te quede, en memoria de tu pérdida y de tu hallazgo; que yo, como tu padre, tomo
a cargo el ponerte en estado que no desdiga de quién eres.
Suspiró oyendo esto Preciosa, y su madre (como era discreta, entendió que
suspiraba de enamorada de don Juan) dijo a su marido:
-Señor, siendo tan principal don Juan de Cárcamo como lo es, y queriendo tanto a
nuestra hija, no nos estaría mal dársela por esposa.
Y él respondió:
-Aun hoy la habemos hallado, ¿y ya queréis que la perdamos? Gocémosla algún
tiempo; que, en casándola, no será nuestra, sino de su marido.
-Razón tenéis, señor -respondió ella-, pero dad orden de sacar a don Juan, que
debe de estar en algún calabozo.
-Sí estará -dijo Preciosa-; que a un ladrón, matador y, sobre todo, gitano, no
le habrán dado mejor estancia.
-Yo quiero ir a verle, como que le voy a tomar la confesión -respondió el
corregidor-, y de nuevo os encargo, señora, que nadie sepa esta historia hasta
que yo lo quiera.
Y, abrazando a Preciosa, fue luego a la cárcel y entró en el calabozo donde don
Juan estaba, y no quiso que nadie entrase con él. Hallóle con entrambos pies en
un cepo y con las esposas a las manos, y que aún no le habían quitado el
piedeamigo. Era la estancia escura, pero hizo que por arriba abriesen una
lumbrera, por donde entraba luz, aunque muy escasa; y, así como le vio, le dijo:
-¿Cómo está la buena pieza? ¡Que así tuviera yo atraillados cuantos gitanos hay
en España, para acabar con ellos en un día, como Nerón quisiera con Roma, sin
dar más de un golpe! Sabed, ladrón puntoso, que yo soy el corregidor desta
ciudad, y vengo a saber, de mí a vos, si es verdad que es vuestra esposa una
gitanilla que viene con vosotros.
Oyendo esto Andrés, imaginó que el corregidor se debía de haber enamorado de
Preciosa; que los celos son de cuerpos sutiles y se entran por otros cuerpos sin
romperlos, apartarlos ni dividirlos; pero, con todo esto, respondió:
-Si ella ha dicho que yo soy su esposo, es mucha verdad; y si ha dicho que no lo
soy, también ha dicho verdad, porque no es posible que Preciosa diga mentira.
-¿Tan verdadera es? -respondió el corregidor-. No es poco serlo, para ser
gitana. Ahora bien, mancebo, ella ha dicho que es vuestra esposa, pero que nunca
os ha dado la mano. Ha sabido que, según es vuestra culpa, habéis de morir por
ella; y hame pedido que antes de vuestra muerte la despose con vos, porque se
quiere honrar con quedar viuda de un tan gran ladrón como vos.
-Pues hágalo vuesa merced, señor corregidor, como ella lo suplica; que, como yo
me despose con ella, iré contento a la otra vida, como parta désta con nombre de
ser suyo.
-¡Mucho la debéis de querer! -dijo el corregidor.
-Tanto -respondió el preso-, que, a poderlo decir, no fuera nada. En efeto,
señor corregidor, mi causa se concluya: yo maté al que me quiso quitar la honra;
yo adoro a esa gitana, moriré contento si muero en su gracia, y sé que no nos ha
de faltar la de Dios, pues entrambos habremos guardado honestamente y con
puntualidad lo que nos prometimos.
-Pues esta noche enviaré por vos -dijo el corregidor-, y en mi casa os
desposaréis con Preciosica, y mañana a mediodía estaréis en la horca, con lo que
yo habré cumplido con lo que pide la justicia y con el deseo de entrambos.
Agradecióselo Andrés, y el corregidor volvió a su casa y dio cuenta a su mujer
de lo que con don Juan había pasado, y de otras cosas que pensaba hacer.
En el tiempo que él faltó dio cuenta Preciosa a su madre de todo el discurso de
su vida, y de cómo siempre había creído ser gitana y ser nieta de aquella vieja;
pero que siempre se había estimado en mucho más de lo que de ser gitana se
esperaba. Preguntóle su madre que le dijese la verdad: si quería bien a don Juan
de Cárcamo. Ella, con vergüenza y con los ojos en el suelo, le dijo que por
haberse considerado gitana, y que mejoraba su suerte con casarse con un
caballero de hábito y tan principal como don Juan de Cárcamo, y por haber visto
por experiencia su buena condición y honesto trato, alguna vez le había mirado
con ojos aficionados; pero que, en resolución, ya había dicho que no tenía otra
voluntad de aquella que ellos quisiesen.
Llegóse la noche, y, siendo casi las diez, sacaron a Andrés de la cárcel, sin
las esposas y el piedeamigo, pero no sin una gran cadena que desde los pies todo
el cuerpo le ceñía. Llegó dese modo, sin ser visto de nadie, sino de los que le
traían, en casa del corregidor, y con silencio y recato le entraron en un
aposento, donde le dejaron solo. De allí a un rato entró un clérigo y le dijo
que se confesase, porque había de morir otro día. A lo cual respondió Andrés:
-De muy buena gana me confesaré, pero ¿cómo no me desposan primero? Y si me han
de desposar, por cierto que es muy malo el tálamo que me espera.
Doña Guiomar, que todo esto sabía, dijo a su marido que eran demasiados los
sustos que a don Juan daba; que los moderase, porque podría ser perdiese la vida
con ellos. Parecióle buen consejo al corregidor, y así entró a llamar al que le
confesaba, y díjole que primero habían de desposar al gitano con Preciosa, la
gitana, y que después se confesaría, y que se encomendase a Dios de todo
corazón, que muchas veces suele llover sus misericordias en el tiempo que están
más secas las esperanzas.
En efeto, Andrés salió a una sala donde estaban solamente doña Guiomar, el
corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero, cuando Preciosa vio a
don Juan ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y los
ojos con muestra de haber llorado, se le cubrió el corazón y se arrimó al brazo
de su madre, que junto a ella estaba, la cual, abrazándola consigo, le dijo:
-Vuelve en ti, niña, que todo lo que vees ha de redundar en tu gusto y provecho.
Ella, que estaba ignorante de aquello, no sabía cómo consolarse, y la gitana
vieja estaba turbada, y los circunstantes, colgados del fin de aquel caso.
El corregidor dijo:
-Señor tiniente cura, este gitano y esta gitana son los que vuesa merced ha de
desposar.
-Eso no podré yo hacer si no preceden primero las circunstancias que para tal
caso se requieren. ¿Dónde se han hecho las amonestaciones? ¿Adónde está la
licencia de mi superior, para que con ellas se haga el desposorio?
-Inadvertencia ha sido mía -respondió el corregidor-, pero yo haré que el
vicario la dé.
-Pues hasta que la vea -respondió el tiniente cura-, estos señores perdonen.
Y, sin replicar más palabra, porque no sucediese algún escándalo, se salió de
casa y los dejó a todos confusos.
-El padre ha hecho muy bien -dijo a esta sazón el corregidor-, y podría ser
fuese providencia del cielo ésta, para que el suplicio de Andrés se dilate;
porque, en efeto, él se ha de desposar con Preciosa y han de preceder primero
las amonestaciones, donde se dará tiempo al tiempo, que suele dar dulce salida a
muchas amargas dificultades; y, con todo esto, quería saber de Andrés, si la
suerte encaminase sus sucesos de manera que sin estos sustos y sobresaltos se
hallase esposo de Preciosa, si se tendría por dichoso, ya siendo Andrés
Caballero, o ya don Juan de Cárcamo.
Así como oyó Andrés nombrarse por su nombre, dijo:
-Pues Preciosa no ha querido contenerse en los límites del silencio y ha
descubierto quién soy, aunque esa buena dicha me hallara hecho monarca del
mundo, la tuviera en tanto que pusiera término a mis deseos, sin osar desear
otro bien sino el del cielo.
-Pues, por ese buen ánimo que habéis mostrado, señor don Juan de Cárcamo, a su
tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte, y agora os la doy y
entrego en esperanza por la más rica joya de mi casa, y de mi vida, y de mi
alma; y estimadla en lo que decís, porque en ella os doy a doña Costanza de
Meneses, mi única hija, la cual, si os iguala en el amor, no os desdice nada en
el linaje.
Atónito quedó Andrés viendo el amor que le mostraban, y en breves razones doña
Guiomar contó la pérdida de su hija y su hallazgo, con las certísimas señas que
la gitana vieja había dado de su hurto; con que acabó don Juan de quedar atónito
y suspenso, pero alegre sobre todo encarecimiento. Abrazó a sus suegros,
llamólos padres y señores suyos, besó las manos a Preciosa, que con lágrimas le
pedía las suyas.
Rompióse el secreto, salió la nueva del caso con la salida de los criados que
habían estado presentes; el cual sabido por el alcalde, tío del muerto, vio
tomados los caminos de su venganza, pues no había de tener lugar el rigor de la
justicia para ejecutarla en el yerno del corregidor.
Vistióse don Juan los vestidos de camino que allí había traído la gitana;
volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro; la
tristeza de los gitanos presos, en alegría, pues otro día los dieron en fiado.
Recibió el tío del muerto la promesa de dos mil ducados, que le hicieron porque
bajase de la querella y perdonase a don Juan, el cual, no olvidándose de su
camarada Clemente, le hizo buscar; pero no le hallaron ni supieron dél, hasta
que desde allí a cuatro días tuvo nuevas ciertas que se había embarcado en una
de dos galeras de Génova que estaban en el puerto de Cartagena, y ya se habían
partido.
Dijo el corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre, don
Francisco de Cárcamo, estaba proveído por corregidor de aquella ciudad, y que
sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen
las bodas. Don Juan dijo que no saldría de lo que él ordenase, pero que, ante
todas cosas, se había de desposar con Preciosa. Concedió licencia el arzobispo
para que con sola una amonestación se hiciese. Hizo fiestas la ciudad, por ser
muy bienquisto el corregidor, con luminarias, toros y cañas el día del
desposorio; quedóse la gitana vieja en casa, que no se quiso apartar de su nieta
Preciosa.
Llegaron las nuevas a la Corte del caso y casamiento de la gitanilla; supo don
Francisco de Cárcamo ser su hijo el gitano y ser la Preciosa la gitanilla que él
había visto, cuya hermosura disculpó con él la liviandad de su hijo, que ya le
tenía por perdido, por saber que no había ido a Flandes; y más, porque vio cuán
bien le estaba el casarse con hija de tan gran caballero y tan rico como era don
Fernando de Azevedo. Dio priesa a su partida, por llegar presto a ver a sus
hijos, y dentro de veinte días ya estaba en Murcia, con cuya llegada se
renovaron los gustos, se hicieron las bodas, se contaron las vidas, y los poetas
de la ciudad, que hay algunos, y muy buenos, tomaron a cargo celebrar el estraño
caso, juntamente con la sin igual belleza de la gitanilla. Y de tal manera
escribió el famoso licenciado Pozo, que en sus versos durará la fama de la
Preciosa mientras los siglos duraren.
Olvidábaseme de decir cómo la enamorada mesonera descubrió a la justicia no ser
verdad lo del hurto de Andrés el gitano, y confesó su amor y su culpa, a quien
no respondió pena alguna, porque en la alegría del hallazgo de los desposados se
enterró la venganza y resucitó la clemencia.
FIN |